El pepito grillo de la arquitectura
No abundan los arquitectos que escriban buscando la claridad, alejándose de la retórica y evitando los anacolutos. De un lado, porque la forma, el estilo –incluso cuando está reñido con la precisión-, es parte consustancial de su trabajo. De otro, porque la superficie, de nuevo el estilo, identifica antes de llegar al fondo, e informa sobre la afinidad o el vínculo de pertenencia. Y eso tranquiliza. Si algo ha necesitado el vaivén de los movimientos arquitectónicos ha sido al grupo. El grupo de epígonos ha sido lo que ha hecho posible razonar a partir de cuestiones teóricas antes de plantearse su traducción práctica al arte útil que es la arquitectura. Así, los afines, los seguidores, el club, quienes llegaron a ser admitidos en él o quienes aspiraban a serlo, han tenido tradicionalmente poco interés en que se les entendiera. Prevalecía el entenderse entre ellos. Hablo del pasado reciente. Todo eso en gran parte quedó atrás. Y para tratar de pasar página alguien debía enterrar ese pasado en España.
Esa figura, la que ha buscado tanto enterrar prejuicios como despertar dudas y desenmascarar errores y comportamientos tóxicos, tiene un papel tan necesario como desasosegante. Para empezar porque es imposible comportarse con una ética 100% incuestionable las 24 horas del día. Consecuentemente, se corre el riesgo de enterrar unos prejuicios pero desarrollar otros distintos. Cuando las piedras empiezan a volar terminan por caer por todos lados, incluso en la dirección del que las tira. Seguramente no puede ser de otra manera. Entender que la exposición a la crítica es parte del precio a pagar por hacer un trabajo público debería ser clave en la educación. Que el mayor éxito coincida con la menor disposición a la autocrítica debería darnos que pensar. Al arquitecto argentino Fredy Massad le dio que pensar desde que aterrizó en España en los años noventa. Y, con una mirada valiente y renovada no ha dejado de escribir sobre lo que en su opinión clamaba al cielo dejando detrás una ristra de enemigos, pero también una lista de preguntas que, de encontrar respuesta, nos ayudarían a mejorar a todos. A todos: “De ninguna manera debe pasarse por alto la responsabilidad y codicia de muchos críticos y voces con autoridad al examinar la grave crisis del pensamiento arquitectónico”, advierte en uno de sus artículos publicados en su blog y regidos ahora en el libro La viga en el ojo (Ediciones Asimétricas).
En este volumen denuncia que la crisis que ha vivido la profesión de arquitecto ha actuado como fabricante de nuevas máscaras y tretas que perpetúan el estado de docilidad: “¿Dónde están hoy los gurús del hiperdesarrollismo a ultranza, de la especulación en China y los países árabes, donde cual bufones saltaban divirtiendo a dictadores y nuevo ricos? Están afirmando el fin de la arquitectura icónica”, pregunta y contesta. Sin embargo, cuando habla de los iconos puede que en realidad esté contribuyendo más a destacarlos que a destronarlos. La razón es que lo hace de forma generalizada y no en la justa proporción de lo que son y han sido: una parte, muy visible pero minúscula, de la arquitectura. Así, ni las verdades más necesarias se pueden generalizar. Porque pierden su carácter curativo y terminan leyéndose como hipérboles. Es cierto que los argumentos pierden potencia matizados, pero también lo es que los datos se desactivan cuando las lecturas se realizan sin fisuras. Sin atender a los factores que casi cualquier esfuerzo lleva implícito.
Así, el mundo sin matices que Massad suele describir en sus críticas puede servir, sirve, como cubo de agua. Es inmejorable para protestar. Para despertar, incluso. Pero difícilmente servirá como guía para abrir nuevos caminos. Puede que no sea ese el objetivo de Fredy Massad. Pero sin duda es lo que necesita ser un crítico si tiene como objetivo resultar útil. Por eso, con todo el reconocimiento –e incluso con el agradecimiento- que merece alguien que se atreve a hablar claro, hacerlo debería servirle también para extender su mirada a la autocrítica. Es lo que sucede cuando quienes escribimos de arquitectura como periodistas opinamos a la vez con voluntad crítica sobre obras y arquitectos. En concreto, uno no puede asegurar que desde siempre ha mantenido “una postura totalmente negativa hacia este premio [en referencia al Premio Pritzker] festejo anual, hipermediatizado pero carente de credibilidad“ y esforzarse, también anualmente, como el resto de los periodistas, por cubrirlo puntualmente. Algo no cuadra en esa ecuación.
Massad asegura que hoy se prefiere presencia en los medios que reflexión y no le falta razón. Los propios medios hemos perdido libertad desde el momento en que el exigente lector ha optado por dejar de pagar por la información. Así, el oxígeno que Massad trajo a la crítica de arquitectura puede leerse en las reseñas editadas en el volumen La viga en el ojo, un libro con suficiente carga de artillería como para poner la casa de la arquitectura patas arriba. Realizada la operación, habiendo abierto una vía alternativa de información, el siguiente paso sería que la crítica no fuera siempre destructiva. Aunque la teoría crítica esté llena de defensas de lo contrario, cuesta más encontrar virtudes que defectos. Y más aún razonarlas y justificarlas. Pero esa vía, implica, a mi entender, un camino responsable y reposado que puede beneficiar tanto a la disciplina criticada como al crítico. Incluso al combativo.
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