Madonna, Madoncita, Madonzota
Así llamó Millán Salcedo, de Martes y Trece, a la ambición rubia en la entrevista que le hicieron hace 25 años. Ahora nos cuenta cómo (sobre)vivió a ese encuentro
En 1991, con motivo del lanzamiento del disco Erótica, de Madonna, su productora reservó el lujoso Albergo Michelangelo de Milán para promocionar a su estrella en Europa. TVE había sido elegida por sorteo como uno de los siete países exclusivos que tendrían la fortuna de entrevistar a la Ambición Rubia. Y allí que nos fuimos Josema Yuste y yo y un equipo de Prado del Rey para grabar tal cita para nuestro programa Viéndonos. ¡Qué puntazo! Y, además, nos hospedaríamos en el mismo hotel que ella…
"Igual no le hacían gracia unas bragas tamaño vaca que teníamos previsto regalarle"
Ya durante la cena, la noche anterior, Paloma, una atractiva y simpática relaciones públicas, nos explicó el orden de trabajo. A partir de las 12 del mediodía, las siete plantas del hotel se convertirían en platós televisivos. La estrella comenzaría con la tele alemana en la séptima e iría bajando hasta la primera. A TVE le tocó la cuarta. Nos advirtió, sombría, que tuviéramos cuidado. Según ella, Madonna se mostraba caprichosa y ejercía de diva borde dependiendo en exclusiva de una mánager holandesa de las de rompe y rasga. Si a la señora, que era como un pívot de baloncesto ruso, no le hacía gracia alguna pregunta, su representada podía estallar cual bomba H. Hache de histérica, se entiende. Igual no le hacían gracia unas bragas tamaño vaca que teníamos previsto regalarle. ¿Y si le dábamos las bragas a la mánager?, propuso Josema con toa su gracia. No creo que le sirvan, contestó Paloma, consciente del riesgo. Menuda talla gasta la señora. Y concluyó su pavoroso relato: si Madonna, que está atravesando una depresión, consigue conciliar el sueño, todo irá bien. Si no duerme, puede ser terrible. ¡Joodeeé! ¡Qué ganas nos entraron de volver a España! Nos fuimos a dormir con la sensación de ser dos inexpertos corresponsales de guerra destinados a entrevistar a la bomba atómica.
En la puerta del hotel, más de cien fans coreaban cantando bajo la lluvia el nombre y las canciones de la Ambición Rubia. Podíamos oírlos desde la cama. Qué suerte tener fans tan fieles. Al arrullo de sus cánticos, me quedé dormido. A las tres de la madrugada, erre que erre: “!Madonna! ¡Madonna!”. ¡Ostrás!, pensé, ¡estos imbéciles no están dejando dormir a Madonna! Bajé a recepción con ánimo de silenciar a los empecinados rondadores. O yo no me expresaba bien, o el recepcionista no quería entenderme: “Io sono ospedato in queste hotele. Prego, io no podere dormiré si los tifosis cantando per tutta la notte. Per favore, tu ti llama a le carabinieri”. El tío se reía. Ni caso. Salí a espantar a la inoportuna tuna. Me enfrenté a ellos desde la puerta giratoria: “¡Silenci, silenci per dormiré!”. No sé si fue la pronunciación o mi esquijama, el caso es que acabaron abucheándome.
Llegó la temida mañana siguiente. En una habitación de la planta cuarta se había improvisado un set televisivo: sofá, dos sillones, una mesa. Con los nervios arañando en las tripas, aguardábamos nuestro turno ultimando detalles con una intérprete italiana. A través de auriculares, nos comunicaríamos los cuatro. Ella traduciría al inglés nuestras preguntas y las respuestas, al castellano. Nos quedó la sombra de una duda hitchockiana: que la traductora ni hablaba ni entendía español. Alguien de nuestro equipo espiaba en la séptima planta: las entrevistas habían comenzado. Paloma irrumpió al rato dando alaridos: “¡Le ha dado una hostia al presentador de la tele alemana!”. “¡¡No jodas!!”, exclamó toda la delegación española. Aseguró que Madonna tenía un cabreo de mona y estaba imposible porque no había podido pegar ojo en toda la noche. Paloma nos rogó que no nos hiciéramos los graciosos en la entrevista, que fuéramos al grano y que, por encima de todo, evitáramos las preguntas sobre Evita. No quería ni oír hablar de Antonio Banderas. Cundió el pánico. Nos pusimos a tachar preguntas. Y alguien alertó de la inminente llegada de la rubia peligrosa.
Asomados al corredor, la vimos bajar por la escalera, desgarbada, con ademanes de cantante tecno, escoltada por cuatro kingkones trajeados y con gafas oscuras. Josema y yo nos miramos, cerramos los ojos a la vez, y dejamos de vernos. En nuestras caras podía leerse un poema tragicómico. Madonna entró en el estudio derrochando antipatía. Hicimos las presentaciones im-pertinentes y ella se limitó a decir helous como quien eructa después de beber sal de frutas. Iba vestida como el culo y solo le faltó tirarse un cuesco. Llevaba prendidas en el pelo dos florecillas de plástico al más puro estilo flor del yogur Chamburcy y se esforzaba por enseñarnos un refulgente diente de oro mascando chicle cual petarda hortera poligonera. Ante la sorpresa de todos, su mánager, comenzó a ladrar en americano entrechiclado. Nuestra intérprete nos tradujo que no le gustaba ni la luz ni la disposición de los focos, y que todos los que no fueran de su equipo americano deberían abandonar la habitación. Recompusimos el set acojonados y en silencio. Madonna se despatarró en el sofá para probar la nueva iluminación y se puso a hacer bombitas con el chicle. Josema y yo, sentados en los sillones, disimulamos entretanto, haciendo que revisábamos las preguntas. Los dos notábamos que nos miraba desafiante con sus preciosos ojazos sonriéndonos un tanto hijoputillamente.
Escuchamos por los pinganillos “¡cinco y acción!”. Miré a Josema y leí en sus ojos que daba por perdida la entrevista. Pegué un respingo, me levanté y me senté al lado de Madonna en su sofá. No le hizo gracia, pero aguantó sonriendo a que terminara mi pregunta en inglés macarrónico. Luego sonrió más. Y más cuando escuchó por su pinganillo la traducción que la italiana le hacía de lo poco comprensible que había en mi pregunta. Cambió de expresión y dijo: “Creo que estoy sufriendo una pesadilla”. ¿Qué coño le habría traducido la otra? La entrevista resultó un galimatías indescriptible. En ningún momento llegamos a entendernos porque a Madonna le caímos fatal. Además, las pocas traducciones fueron lentas y la frescura de la improvisación no existió. La situación fue de lo más capicúa, lo mismo daba todo que todo daba lo mismo. Estaba claro que habíamos hecho el viaje en balde. Madonna, más que mosca, me echó del sofá; y yo casi se lo agradecí, no fuera que me soltara un sopapo. Pero al irme al otro sillón lloriqueé instintivamente imitando a un perrillo y noté que le hacía gracia mi llanto. No cambió su postura. Nos acusó de vestir fatal. Aseguró, poniendo cara de asco, que no la excitábamos lo más mínimo, e incluso llegó a decir que no debió hacer esa entrevista. No podíamos defendernos, ni siquiera entendíamos a la italiana del pinganillo. Regresé al sofá en plan perrillo y volvió a echarme. Ante mi súplica perruna, me permitió quedarme a su lado. Estaba encantada con su tonto perrillo faldero español.
"Se había quitado el disfraz de diva impresentable y me mostró su sencilla persona. Dulce, sensible, bella"
Le regalé las bragas gigantes, que por cierto le encantaron, y me puse a dos patas haciéndole más jipíos perrunos. Le ladré varias veces y ella me colocó las bragas en la cabeza. Aproveché la coñuntura y me tiré encima de ella folleteándola cual perrillo salido. ¡Santo dios! ¿Qué estaba haciendo? Ahora vendrían los kingkones y me arrancarían los… ¡Cojones con la rima! Entonces se produjo un milagro como premio a mi esfuerzo. A todos les hizo gracia el cómico mete-saca y Madonna, entusiasmada, me dijo: “No es posible que estén abusando de mí”. Soportó entre risas mi peso específico y con el febril movimiento del porno perruno concluyó la entrevista. El improvisado perrillo cachondo fue un bálsamos curativo. Madonna y su mánager se tornaron encantadoras y, felices, nos dijeron que les habría gustado vernos actuar en España. Al menos eso fue lo que nos tradujo la italiana. Nos despedimos tan contentos todos, besé a Madonna, le susurré mirándole a los ojos un I love you y cambió de expresión. Sus pupilas, esos dos planetitas azules varados en la inmensidad de sus ojos, se clavaron en las mías y, con una dulzura infinita, me dio las gracias con un hilo de voz visiblemente emocionada. Me quedé fascinado. Se había quitado el disfraz de diva impresentable que debía llevar puesto, con toda seguridad, impuesto, y me mostró su sencilla persona. Dulce, sensible, bella. La miré gravitando en su poderoso influjo azul celeste, azulete o azulino. Sin ti cerca y lejos contigo, siempre permaneceré azulado.
Madonna actúa los días 24 y 25 de noviembre en el Palau Sant Jordi de Barcelona.
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