Resaca
La guerra de banderas ha sido la consecuencia lógica de una campaña planteada por ambas partes como una lucha a muerte
Ahora que todo ha terminado, la campaña de las elecciones catalanas me ha dejado con una sensación parecida a la mezcla de hastío, nostalgia y alivio que experimento cada año al cerrar la puerta del trastero, después de haber guardado hasta la última caja de adornos navideños. El hastío se explica por sí solo, el alivio también, la nostalgia es un sentimiento más complicado. A juzgar por lo que estaba en juego, la trascendente ambición de los actores de este proceso, la campaña que acaba de terminar debería haber sido un elevado, incluso solemne intercambio de ideas, propuestas y proyectos, a la altura de un desafío de este calibre. Frente a esas expectativas, hemos asistido a un debate marcadamente pueril, culminado con un vergonzoso rifirrafe de patio de colegio en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona. La guerra de banderas ha sido la consecuencia lógica de una campaña planteada por ambas partes como una lucha a muerte entre la luz y las sombras, la felicidad plena y la ruina más completa. Hemos escuchado todas las variantes posibles del cuento de la lechera antes y después del tropezón, desde las decenas de millones de euros de más que se podrían repartir entre los opulentos ciudadanos del nuevo Estado catalán, hasta un porvenir digno de Gotham City, donde un corralito bancario, la fuga de capitales y la salida del euro traerían consigo la pérdida de las pensiones y un paro devastador. Ahí radica el origen de mi nostalgia. Si esto es lo que damos de sí, la máxima expresión de nuestra capacidad en una situación de crisis, resulta muy difícil poder aspirar a un futuro mejor para este país, se llame como se llame. Y esa esperanza es lo que echo de menos, tanto como la alegría de las Navidades de mi infancia.
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