Toda ciudad se nutre de lo que la altera
Las ciudades están hechas de cemento, pero nacen de sus crispaciones y viven de ellas en un parto interminable
La película Gangs of New York, de Martin Scorsese (2002), basada en el libro del mismo título de Herbet Asbury, describe lo que fue la vida en las calles de Nueva York a mediados del siglo XIX, centrándose en las luchas entre pandillas y en la revuelta contra la recluta de julio 1863, los draft riots. El momento final de la película es aquel en el que el paisaje desolado después de la doble batalla —entre bandas y contra la policía y el ejército— se transforma en una imagen de la Nueva York actual. La moraleja es clara: aquellos hechos atroces fundaron la ciudad; lo que ahora es Nueva York, o cualquier ciudad del mundo, no es sino el producto de las convulsiones que la afectan. Toda ciudad se nutre de lo que la altera.
Existe una cadena de televisión, World Riots 24 h., donde se informa en tiempo real de los conflictos que tienen lugar en cualquier ciudad del mundo. A veces son como espasmos violentos, contorsiones que provoca la rabia. En lo que llevamos de año: Estambul, Atenas, Baltimore, Milán, Santiago de Chile, Durban.; hace unos días en Haidenau, cerca de Dresden, contra los inmigrantes, demostrando que estos episodios de iracundia no siempre tienen por qué tener motivaciones compartibles. El próximo brote, en cualquier momento, en cualquier ciudad. Esas rupturas abruptas de la falsa normalidad urbana podrán escandalizar, condenarse, pero no se podrán evitar; ni siquiera prever. Las ciudades están hechas de cemento, pero nacen de sus crispaciones y viven de ellas en un parto interminable. La historia de una ciudad, se acepte o no, es la historia de sus barricadas.
En un mundo en el que hoy casi todas las ciudades están en venta o alquiler, asusta el conflicto. Se espera que lo que atraiga al turista o al inversor sean espacios urbanos previsibles, confortables, hospitalarios. Urge por encima de todo la pacificación de las calles, el sosiego de los viandantes, que las multitudes desplieguen coreografías ordenadas y tranquilas por espacios permanentemente vigilados. Espanta que, de pronto, revienten las exclusas que mantienen contenidos los contenciosos que tienen pendientes sectores sociales con intereses e identidades incompatibles y quede manifiesto que lo que mantiene unidos los segmentos que conforman una sociedad urbana es lo mismo que los separa. Entonces, de pronto, cuando menos lo esperas, estalla lo que estaba ahí, aguardando su momento: el conflicto, ese conflicto que, parafraseando a Deleuze y contra de lo que nos repiten los altavoces, no es un obstáculo, sino la superación de un obstáculo. Al respecto, una lectura importante; el Elogio del conflicto, de Niguel Benasayag y Angélique del Rey (Tierradenadie).
Hoy los planificadores de ciudades, y los poderes políticos y económicos a los que sirven, sueñan, conciben y dibujan ciudades desconflictivizadas. En ellas, todo lo que ocurre es amable. Sus habitantes son seres virtuosos ávidos por colaborar con las autoridades en el mantenimiento del orden y se someten felices a las órdenes de obedecer, sin bajo ningún concepto dejar de sonreír. Las calles deben ser un colosal plató televisivo donde se grava un permanente spot publicitario, en el que los ciudadanos asumen el papel de figurantes felices. Nada que afee, nada que oscurezca o desmienta la imagen feliz de ciudades en las que reina la concordia y el consenso. El triunfo final de una clase media universal que por fin ha hecho real su sueño de ver desvanecerse el espectáculo terrible de una realidad hecha tantas veces de miseria y desesperación.
Pero, a la mínima oportunidad, toda ciudad demuestra que no es sólo una forma ordenada o un sistema ordenable y menos lo que en muchos casos quisieran que fuera hoy: una mera fuente de beneficios. Los episodios regularmente repetidos de metrópolis levantadas nos recuerdan que toda ciudad es o acabara siendo lo que es: un amasijo infinito, un protoplasma inagotable de lucha y de pasión.
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