El pueblo que no quiere olvidar sus palabras
Apenas 10.000 personas hablan todavía el moken en las costas del mar de Andamán Un grupo de expertos universitarios lucha por salvar esta cultura milenaria
Las palabras se mueren. Un día, de pronto, ya no significan nada. O ya nadie es capaz de descifrar sus sonidos. Hoy, en la aldea de Au Bon Yai, en la isla tailandesa de Surin, ha muerto una palabra. Lo ha hecho de madrugada, en silencio, como mueren siempre las palabras. Lo ha hecho al amparo de la Lau Gai, la estrella que nunca desaparece. Ante la mirada de Aboom, Abaa y JoJo. Los espíritus. Lo ha hecho después de que Sabai, la última rapsoda, consumiese sus versos. Lo ha hecho después de que ningún joven moken pudiese atrapar palomas de humo.
“Quizá dentro de diez años ya nadie hable moken en esta isla”. Aún así, Ngoey, el jefe de la comunidad, no está preocupado. Quizá porque los moken no entienden de preocupaciones. Desde que llegaron a las islas del archipiélago Mergui, en la costa del mar de Andamán, entre Tailandia y Birmania, hace 3.500 años, los moken no conjugan futuros. Aquí sólo hay tiempo para el hoy y el ayer. “Los moken nacemos cada día. Hoy es una nueva vida”, explica Phi Utet.
Durante siglos, este pueblo de raíces austronesias ha vivido en el mar. Sus barcos, los kabang, surcaban las costas de corales turquesa hasta desvanecerse en las profundidades del Índico. Guiados por la Estrella Polar, Lau Gai, los moken permanecían en altamar durante buena parte del año: allí encontraban comida, refugio y la protección de los espíritus. Ni siquiera atracaban para dar a luz. Los hijos de los moken aprenden a nadar antes que a caminar. Solo la ira del monzón les obligaba a buscar cobijo en los arrecifes selváticos que trufan la costa de Andamán.
Hoy los moken permanecen amarrados en tierra firme. En una geografía de paisajes dorados de los que no pueden huir. Ya no hay estrellas que les guíen, cegadas por las luces de los centenares de barcos pesqueros que faenan en sus aguas.
Un idioma para sobrevivir al tsunami
Los moken no tienen palabras para decir hola ni adiós. Tampoco hay un vocablo que signifique cuando y, menos aún, desear. Los moken no desean, simplemente usan lo que necesitan: comida, medicinas, refugio… todo está a su alrededor. Por eso no necesitan acumular. No hay espacio para la idea de riqueza en su concepción nómada del mundo. No hay más mañana que el hoy.
Los Moken le deben su vida al mar. Los niños aprenden a nadar antes que a caminar
En su idioma, los moken sí tienen palabras para el peligro. Así ha sido como durante años se han protegido unos a otros. Alertándose delos piratas (jon), las guerras (lang), los bancos de barracudas (tumin) y tiburones blancos (Kayai putiat ), o los venenos del pez piedra (pook ot). Fue su lengua lo que les salvó también del tsunami de 2004. Del laboon. “Su suponía estábamos en pleamar, pero aquel día la marea estaba muy baja. Era extraño. Entonces los ancianos de la aldea empezaron a gritar diciendo que vendría el laboon, que nos teníamos que refugiar. Así que lo hicimos, corrimos hacia la selva, a un alto”, relata Min Ie. Aquella mañana del 26 de diciembre de 2004, el tsunami devastó 14 países, dejando tras de sí 230.000 muertos. Ninguno de ellos fue un moken.
Desde niños, los moken escuchan historias sobre el laboon. Alrededor del fuego, los ancianos hablan de playas sin aguas y animales desbocados. Entonces, insisten, hay que buscar refugio. Esconderse en las alturas de la ola gigante que los ancestros han enviado para librar al mundo de demonios. “Volverá a pasar, dentro de 20 o 30 años, pero yo ya habré muerto para entonces”, asegura Phi Utet sentado en el interior de la cabaña de madera que comparte con su mujer, Min Ie, y sus cuatro hijos.
Nadie sabe qué ocurrirá cuando el tsunami vuelva a levantarse en el mar de Andamán. Es posible que por entonces ya no quede ni un sólo moken en las islas, o que los que lo hagan no hayan oído hablar del laboon. “Su idioma está en peligro y si lo pierden estarán acabando con su propia cultura. El idioma y la cultura van de la mano”, advierte Chang, lingüista de la universidad de Mahidol.
“Yo estaría encantado de hablar con los turistas, si quisiesen”
En la isla de Au Bon Yai hay 67 viviendas. 230 personas. Una retahíla de cabañas de bambú y hojas de palma suspendidas sobre un mar de sueños azulados. Un santuario de belleza selvática en pleno parque nacional de Mu Koh Suri. Tras amarrar el barco, Bathoi apura el paso buscando las sombras que alivien el calor de una mañana abrasadora. Sobre la arena, el envoltorio plateado de una chocolatina se agita con cada ráfaga de viento. A su vera, varias latas de refrescos y una bolsa de plástico. Son las huellas de los últimos turistas que han visitado la aldea.
Tras el tsunami de 2004, el Gobierno tailandés obligó a los moken a reconstruir sus viviendas en una pequeña bahía al sur de la isla de Surin. Les prohibió talar más pa-oh y construir con ellos los kabang. Tampoco podrían pescar más que para alimentarse. Ya nunca más serían nómadas. “Su cultura pasó a ser una de las atracciones del parque nacional y comercializada como tal. Se les pidió que mantuviesen sus construcciones tradicionales permanentemente y elaborasen souvenirs para vender a los turistas”, apunta Thom Henley en su libro Courage of the Sea. Como contraprestación, el Gobierno accedió a emplear a los moken en las instalaciones del parque. Una treintena de ellos trabajan en la cantina y en el campamento situado al norte de la isla. “Los niños que realizan trabajos de baja categoría reciben 50 baths (1,3 euros) al día y los adultos 120 baths (3,2 euros). Estos sueldos están por debajo del salario mínimo en Tailandia, 200 baths (5,4 euros), a pesar de que están contratados por un ente público”, señala Henley.
En moken no existe la palabra ‘desear’. Los Moken no ‘desean’, simplemente usan lo que necesitan: comida, medicinas, refugio
Nadie en la isla conoce las costas de Surin mejor que Bathoi. Quizá porque nadie ha surcando tanto sus aguas como él. Podría dibujar cada palmo de memoria: sus calas de arenas blancas, sus bosques impenetrables y esos rincones arcoíris bajo el manto azul del Índico que enamoran a los amantes del snorkeling. Aún así, el Gobierno prefiere emplear a guías tailandeses traídos del continente. Un modelo de turismo masivo en el que los moken son meros sujetos pasivos exhibidos para ser fotografiados. “Yo estaría encantado de hablar con los turistas, si quisiesen”, asegura Bathoi, quien desde hace unos meses participa como guía local en un programa de turismo sostenible impulsado por Andaman Discoveries.
Desde que fueron obligados a asentarse, muchas familias moken han abandonado la isla. Algunas han buscado acomodo en Birmania, al norte del archipiélago Mergui, donde a duras penas pueden mantener su tradicional estilo de vida nómada. Muchos otros han optado por integrarse en la sociedad tailandesa. “Allí, en el continente casi nadie habla ya en moken. Están perdiendo las tradiciones”, asegura Ngoey. De pie, frente a la puerta de la cabaña de Phi Utet, el jefe la comunidad de Au Bon Yai afila el cuchillo con el que en unos minutos desollará las piezas capturadas esta mañana.
La última canción
Chang tiene la camiseta empapada. Las gotas de sudor resbalan por su cuerpo mientras se acomoda en el suelo de la choza. Una de sus asistentas saca una libreta del bolso. Chang enciende el ordenador. “Aquí está”.
Un sonido gutural, ininteligible para el propio Chang, invade la conversación. Una mujer, vestido rojo, largo, con la melena recogida en una banda, invade la pantalla. Es Sabai, la última rapsoda. “Antes había cinco en la aldea, ahora ella es la última”. Por eso, Chang y su equipo llevan meses grabando cada una de sus interpretaciones, “documentando” el último vestigio del idioma moken. “Hasta ahora no existía ningún registro de esta lengua, nosotros estamos tratando de hacerlo a través de las canciones tradicionales, transcribiéndolas. Documentar el lenguaje ayuda a preservarlo. Los idiomas orales tienden a desaparecer antes”, asegura.
Desde la llegada de la televisión a la aldea, los jóvenes moken ya no acuden a los encuentros nocturnos, junto al fuego, a escuchar las historias sobre el laboon y la isla de los monos. “Como ocurre en todo el mundo, los niños prefieren quedarse viendo la televisión”, señala Chang. A su lado, sus dos compañeras sonríen.
Hoy solo 10.000 personas —4.000 en Tailandia y otras 6.000 en Birmania— hablan el idioma moken. La mayoría de ellas son ya adultas, en muchos casos de avanzada edad. “El idioma está en peligro. Las nuevas generaciones prefieren hablar tailandés, creen que el moken no es suficiente para ganarse la vida”, apunta Chang. “Tenemos que hacer que se sientan orgullosos, que vean que es un idioma valioso. Tanto por su valor cultural como por su utilidad”, añade.
Tras la llegada de la televisión a la aldea, los jóvenes moken ya no acuden a los encuentros nocturnos, junto al fuego, a escuchar las historias
Chang trabaja contrarreloj. En unas semanas el monzón se adueñará del mar de Andamán, tiñéndolo de un azul intenso y espumoso imposible de navegar siquiera para los moken. “Mi idea era quedarme aquí durante el monzón, pero todavía no sé lo que haré. Son cuatro meses…”, reconoce. Para entonces es difícil que hayan terminado de crear el alfabeto moken, un abecedario inspirado en el sistema fonético tailandés. “Los niños nos están ayudando a transcribir los sonidos de la canciones”, explica el lingüista de la universidad de Mahidol.
Una vez diseñado, Wilarsinee Klatalay podrá enseñarlo en la escuela. “Es una de las mejores maneras de preservar el idioma, a través de la educación”, corrobora Chang. “Debemos crear herramientas multimedia para que los niños disfruten aprendiéndolo. Es la única manera de que se propague de nuevo”. Es la única manera de curar palabras enfermas.
Mientras los adultos descansan a la sombra, huyendo del sol ardiente del Índico, Wilarsinee Klatalay recorre la aldea reuniendo a la veintena de alumnos de su clase de la tarde. Ahora toca arte. “Les encanta dibujar”, dice sonriente. A su lado, media docena de niños revolotean persiguiendo con la mirada el sonido de un avión. En la escuela hay 81 niños, divididos en tres grupos en función de su edad. “Antes, los moken eran analfabetos y no sabían sumar ni manejar el dinero. Cuando iban al continente a vender sus capturas les engañaban. Ahora los padres saben que si los niños estudian les pueden ayudar”, explica.
En el colegio, una pequeña construcción sin paredes en el extremo este de la isla, junto a la vereda que conduce al bosque, Wilarsinee Klatalay y sus dos compañeras imparten inglés, tailandés, matemáticas y artes. Cuando Chang termine sus trabajos, incorporarán el moken al currículum escolar. “Aquí todo el mundo habla moken a diario. Sólo utilizamos el tailandés para hablar con los que vienen de fuera”, subraya orgullosa la joven profesora de 26 años. En su regazo, una joven con el rostro cubierto de tanaka dibuja un mar de corales infinitos.
—Es muy bonito.
Es el mar del laboon.
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