El tiempo que hizo ayer
El director Ventín deseaba publicar todos los días en portada lo que sus lectores supiesen
José Antonio Ventín era el director del periódico en Pontevedra, un hombre pálido y delgado que tenía estampa de cirio. Entraba todas las mañanas a las once con cara de funerario y se encerraba en su despacho con la cabeza hundida entre los brazos vigilando la puerta por si alguien la abría a traición. Ventín tenía una peculiaridad hermosa: detestaba las noticias. Cada vez que alguien traía una exclusiva lo primero que tenía que hacer era convencer a Ventín. El director se ponía unos anteojos extravagantemente grandes, que debieron de pertenecer a su bisabuelo, y miraba con cara de morsa al redactor. Cuando el redactor terminaba, Ventín abría la boca en tembleque.
—¿Esto… esto lo tiene alguien más?
—No, claro.
—Pues menuda faena.
El director Ventín sólo decía “menuda faena” dos veces: cuando se terminaban las chocolatinas de la máquina y cuando el periódico podía apuntarse un tanto. La sola idea de que su diario publicase una exclusiva le mareaba físicamente. El director Ventín, un hombre llegado de lo profundo de la provincia, deseaba publicar todos los días en portada lo que sus lectores supiesen; no quería sobresaltarlos, se obligaba a presentarles un mundo conocido y apacible. No era servil con el poder, ni su fastidio se debía a tener que descolgar al día siguiente el teléfono, ni tenía miedo a una rectificación: Ventín detestaba la actualidad. Cada cosa nueva que pasaba en el mundo le hundía en la pesadumbre. Ocupaba el día encerrado en su despacho con la radio y la televisión cogiendo polvo, mirando papeles inservibles, haciendo crucigramas y echando rápidos vistazos a una ventanita por la que adivinaba si se hacía de noche. Cuando le llegaba una página que contenía una noticia, José Antonio Ventín hacía esfuerzos por no ofenderse.
—Entonces me dice usted que ha estado trabajando las últimas semanas confirmando esto.
—Así es.
—¿Y con el permiso de quién?
Tras dar luz verde, muy a su pesar, dedicaba el resto de la jornada a pensar la manera de no publicarla en portada.
Muy pronto en la Redacción se puso de moda la expresión “ir a Ventín”. Sucedía cuando alguien volvía del Ayuntamiento con un anuncio o un policía llamaba a un redactor para contarle un suceso. “Vas a Ventín”, decía el subdirector Fernández con el tono contenido de quien anuncia un fusilamiento. En la Redacción cundió la sospecha de que los siguientes despedidos de la crisis serían los que publicasen noticias, así que los reporteros empezaron a esquivarlas como majaderos. No cogían el teléfono, iban de casa a la oficina por calles poco transitadas, y si alguien se acercaba con un chivatazo huían de él como alma que lleva el diablo.
Es famosa la tarde en que Ventín reunió a sus dos subdirectores, Fernández y Bellido, en el despacho. Al contrario que Fernández, Bellido era uno de los mejores reporteros de la ciudad, un hombre viejo y lúgubre, sin escrúpulos, al que odiaba toda la profesión.
Los dos esperaban con expectación lo que les tenía que decir Ventín.
—Bien— resopló el director, terminando de dar forma a una idea genial. —A partir de ahora vamos a informar del tiempo que hizo el día anterior. Los pontevedreses tienen derecho a saber esto también.
Bellido ahogó un grito. Luego, a la desesperada, recurrió a la lógica ventiniana para frenarlo: “¿Y qué hacemos con los que estuvieron el día encerrados?”.
Pero Ventín ni le escuchó. Enloquecido, con la frente colorada y manchas de sudor en la camisa, siguió hablando cada vez más nervioso.
—En la página trasera tenemos un gran mapa de la ciudad, como sabéis. Hay que incluir el tiempo de ayer. He pensado que a lo mejor podríamos informar del tiempo por barrios, por calles, pero no merece la pena. Cuando llueve, llueve para todos. No somos una ciudad grande, quizá algún día…
“Mataría a su madre en privado para evitar que la matase otro en público”, dijo Bellido cuando terminó de contar la escena.
El periódico llegó a ser un artefacto perfecto. Uno lo abría y tenía la sensación de que Ventín estaba viviendo por fin en la época que le correspondía. Todo lo más que se hacía era entrevistar al pregonero de algunas fiestas de barrio. Las opiniones estúpidas de alguien estúpido llenaban de felicidad al director, que entraba esa mañana en el periódico con un poco más de color. “Ha quedado muy bien la entrevista”, decía. “A lo mejor hoy me acerco a las fiestas para escuchar el pregón”.
En la Redacción nos preguntábamos quién pagaba todo aquello. El periódico se había fundado años antes por unos inversores misteriosos que habían ocupado el piso de arriba. Todas las noches, cuando apagaba mi equipo y enfilaba mi marcha polvorienta entre mesas repletas de notas oficiales, órdenes del día y cartelones de fiestas, me decía a mí mismo que aquello no era un periódico sino una noticia, pero a ver quién entraba en el despacho de Ventín a contársela. Allí estaban unos pagadores desconocidos a los que escuchábamos moverse arriba como ratones de un lado a otro, un director en estado de espanto y una Redacción que había asumido que su cometido era ser la oficina más desinformada de la ciudad.
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