_
_
_
_
_

¿Qué pasa si juzgamos a los príncipes Disney igual que a sus princesas?

Nadie discute el mensaje feminista de Frozen o la sumisión de Cenicienta. Pero, ¿y qué pasa con ellos?

Carlos Primo
Eric, el Principe de La Sirenita.
Eric, el Principe de La Sirenita.

Posiblemente cuando Walt Disney puso a Blancanieves a cantar aquello de Silbando al trabajar no se imaginaba que algún día un ente misterioso llamado Internet emplearía sus simpáticos dibujos para ilustrar complejas teorías sobre las representaciones femeninas en el imaginario popular, la consolidación del heteropatriarcado mediante zapatos de cristal o la legitimación del imperialismo neoliberal a golpe de canoa. Sin embargo, poco importaban sus intenciones, porque las últimas décadas nos han enseñado que todo relato encierra un sistema social y toda Princesa Disney un modelo de conducta. Así, Internet lleva años obsesionado con las princesas como símbolo o sistema de medida de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, sobre todo del rol de la mujer en la sociedad. Sin embargo, nos hemos centrado tanto en ellas, en el significado del auge feminista de Frozen, la sumisión de Cenicienta o la obstinación lectora de Bella, que casi nos hemos olvidado de sus Príncipes, personajes habitualmente a la sombra de estrellas femeninas que tienen más cambios de vestuario, más líneas de diálogo y muchas más muñecas vendidas. Por ello, ¿qué pasaría si sometiéramos a los príncipes Disney al mismo escrutinio? Si los estudiáramos con la misma atención, ¿encontraríamos mensajes similares sobre cómo ha evolucionado (o más bien no) la masculinidad? Veamos:

Pasiones y borrascas: Eric

La corbata aflojada, el cuello de la camisa por encima de la solapa de la chaqueta, el cabello más largo de lo conveniente… Eric, el joven soñador que se enamora de Ariel en La Sirenita (1989), rinde homenaje a los años ochenta en que se produjo la película y es una creación new romantic que podría haber militado en las filas de Spandau Ballet o de Adam & The Ants con su levita, sus aires marineros y su amor apasionado por una extraña criatura híbrida.

El clásico que nunca pasa: El príncipe Henry

En los años cincuenta, los príncipes todavía tenían que ser como Karlheinz Böhm (el emperador Francisco José de las películas de Sissi) o como el príncipe de Cenicienta (1950), que reunía todas las cualidades del ideal decimonónico: atlético, educado, bien afeitado, impecablemente peinado y siempre de uniforme. Ah, y con guantes. Sus modales, su galantería y su pulcritud hoy serían interpretados como condescendientes, aunque siempre habrá nostálgicos que lo reivindiquen.

El diamante en bruto: La Bestia

Antes de tomar definitivamente rumbos más exóticos con reyes leones, jorobados y planetas del tesoro, la Disney hizo una última cala en el mundo de los cuentos clásicos y echó el resto con un despliegue rococó al que no fue indemne la musculatura de sus protagonistas. En La Bella y la Bestia (1991), los dos galanes (o gañanes) que compiten por el amor de Bella son igualmente corpulentos y refleja el momento en que los héroes del cine de acción (con Schwarzenneger y Patrick Swayze a la cabeza) empezaban a coquetear con las comedias y las historias románticas. La Bestia y Gastón ostentaban mandíbulas poderosas, pelazo (en general) y horas de gimnasio que dejaban en evidencia a sus predecesores. Sin embargo, después de tanto insistir en que la belleza estaba en el interior, La Bestia se convirtió en un figurín. ¿Mensajes contradictorios?

Aladdin

La multiculturalidad, el auge económico de los países árabes y la llegada del hip hop al gran público cristalizaron en Aladdin, un tipo que sonreía como Tom Cruise, vestía como un rapero y manejaba la alfombra mágica como si fuera una tabla de surf. El primer protagonista cómico –y también el primer J.A.S.P.– de la factoría Disney era un tirillas comparado con sus antecesores –y con los que vendrían después–, pero suplía su escasa altura con turbantes y su pobreza con simpatía. Como si El Príncipe de Bel Air hubiera salido de Las Mil y Una Noches.

John Smith

La cara más amable del colonialismo, el John Smith de Pocahontas (1995) –que no el real– podría haber figurado en cualquiera de las campañas que Bruce Weber fotografió durante los años noventa. Menos atildado que los príncipes de la era clásica y menos carismático que Aladdin, este pionero saltó a las pantallas en la misma época en que Brad Pitt defendía en Leyendas de pasión que el americano perfecto debía ser rubio, un poco rústico, algo temperamental y bastante buen chico. Este personaje (y el Febo de El jorobado de Notre Dame el año siguiente) era tan de todo eso que hasta se ligaba a una Pocahontas basada en Naomi Campbell y Kate Moss. No puede ser casualidad.

Hercules

A finales de los años noventa, el público identificaba la figura mitológica de Hércules con la estética pressing catch de la serie televisiva protagonizada por el muy (poco) expresivo Kevin Sorbo (sí, el que sería fagocitado en clave spin off por Xena, la princesa guerrera). Por eso sorprendió el enfoque, cómico, musical y enormemente empático, del Hércules (1997) de la Disney: convertía al héroe mitológico en un cachas bobalicón con corazón de oro que mataba hidras y se enfrentaba a un Hades que no se sabía si estaba comprándole su alma para toda la eternidad o vendiéndole un apartamento en Torrevieja. Brillantemente inspirado en la decoración de cerámicas griegas, el Hércules de Disney estaba trazado con tiralíneas, pero sus músculos no eran para nada temibles: la era del grandullón gracioso había comenzado.

Li Shang

El capitán Li Shang se dio a conocer en Mulán (1998) precisamente el mismo año en que Jackie Chang rompía la taquilla con Hora punta 1 y demostraba al público americano que los asiáticos, además de imbatibles en las artes marciales, podían ser tipos muy divertidos. El capitán que ayuda a Mulán a lograr sus objetivos es presumido, tiene puntos vulnerables y su corpulencia puede competir perfectamente con la del Gastón de La Bella y la Bestia, pero, a diferencia de éste, no aspira a poner a su amada a fregar suelos, sino a ayudarla en su odisea. Vamos, que la musculatura que a Gastón le definía todo el personaje, siete años después ya se veía como algo normal. La caja registradora de los gimnasios estaba a punto de llenarse.

Kristoff

Alguien debió decirle a los directivos de Disney que ya estaba bien de crear príncipes invariablemente perfectos y el reflejo es el héroe más atípico y también el más reciente. El Kristoff de Frozen (2013) es, como Hércules, un niño grande víctima de su corpulencia, pero reúne los rasgos amables y el corte de pelo surfero de un Justin Bieber o un Niall Horan (One Direction), ambos en su época pre-tupé. Menos monolítico y más fofisano que sus antecesores, es sin embargo un modelo masculino menos invasivo que ellos y un hombre sensato que entiende que Anna, simplemente, se vale por sí misma. ¿Será este el futuro del hombre pese a los músculos de Chris Pratt?

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Carlos Primo
Redactor de ICON y ICON Design, donde coordina la redacción de moda, belleza y diseño. Escribe sobre cultura y estilo en EL PAÍS. Es Licenciado y Doctor en Periodismo por la UCM

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_