En Boston todo está prohibido (menos llevar unas Chuck Taylor)
Pasamos un fin de semana en la ciudad más sana (y aburrida) de Estados Unidos para asistir al lanzamiento de las nuevas Chuck II de Converse
Es una de las ciudades con mejor calidad de vida. Cuna de familias de líderes, hogar de la Independencia americana y caldo de cultivo para los futuros genios que gobernarán el mundo, Boston y sus calles (algunas de ellas, las más antiguas del país) rezuman patriotismo, salud e inteligencia, si incluimos Harvard y el MIT dentro del perímetro de la ciudad. Tanto que, para un español, treintañero y con ganas de verano, esas cotas de civismo pueden resultar una experiencia exótica. Incluso disparatada. Vayamos por partes:
Demasiada nota en Selectividad
Viernes. Seis de la tarde. Un grupo de amigos residentes en Madrid y Nueva York (o sea, estos últimos acostumbrados a presenciar toda clase de situaciones extrañas) se disponen a pasar su fin de semana en Boston y empiezan por cruzar el puente que lleva a Cambridge y acudir a Harvard. Por el camino se cruzan con varias decenas de jóvenes haciendo footing, piragüismo o simplemente paseando. Todos, sin excepción, llevan chándal. Eso sí, de diseño.
Harvard te recuerda con una muy elocuente ilustración de unos pulmones llenos de flores que no se puede fumar en todo el perímetro, es decir, en varios kilómetros a la redonda. Una prohibición que puede resultar positiva si no fuera porque a cada paso el turista se topa con el mismo dibujo de pulmones floreados en cada esquina.
A la derecha, se celebra una boda. Presumiblemente la pareja se conoció en la universidad y esta sigue siendo el centro de sus vidas. Los novios y las decenas de invitados se hacen la foto de grupo, pero sin tres individuos, que esperan pacientemente a que les dejen participar de la escena. Los tres están en silla de ruedas. Y se unen a la 'fiesta' cuando ya se han tomado varias instantáneas.
A la izquierda, la facultad de Ciencias. Llena de alumnos tecleando furiosamente sus ordenadores un viernes al anochecer. Silencio sepulcral, salvo por una chica asiática que les ameniza el estudio tocando el piano.
Alrededor del campus preciosas casas residenciales, algunas de ellas firmadas por arquitectos de prestigio. Todas privadas y habitadas por un perro furioso que no te deja contemplarlas a media distancia.
¿Alguien quiere una cerveza?
Cae la tarde, y el grupo de treintañeros españoles se acerca a uno de los mil bares que rodean el campus. Normal, es una zona de estudiantes. Pero resulta que la mayoría venden zumos y ensaladas. Media hora de paseo después, corremos hacia el típico garito de neones con marcas de cerveza. Pedimos tres gigantes. Nos piden la documentación y enseñamos el DNI, el carnet de conducir y algunos hasta la tarjeta de la empresa americana para la que trabajan. "No hay alcohol sin pasaporte", dice la camarera en dirección a uno de los amigos, que tiene 32 años y aparenta 38.
Yelp es la esperanza. Buscamos lugares etiquetados como 'cutres', 'baratos' o 'solo aptos para locales'. Por un lado para sentirnos como en casa, por el otro, porque creemos que allí nadie pondrá obstáculos. Acertamos. Llegamos a un bar de roqueros, tan pequeño y sucio como acogedor. Y esta vez sí, nos ponen unas pintas certificando nuestra mediana edad sólo con el carnet de identidad.
Vive al límite: intenta ir a un concierto
El portero de una sala cercana nos cuenta (muy de malos modos) que Boston es la ciudad con las leyes antialcohol más estrictas. Lo dice mientras me pone una pulsera rosa para certificar que soy la única que puedo beber durante el show, porque llevo pasaporte y no DNI. Entramos.
Pido una cerveza. Mi amiga, indocumentada y treintañera, me pide un trago. Le paso el vaso y, sin darnos cuenta, aparece un señor y nos empuja (literalmente) hacia la salida. "Sois bienvenidos cualquier otro día, pero no hoy", grita junto a la puerta.
Preguntamos a unos chicos dónde podemos ir. "A estas horas, para entrar en cualquier sitio hay que pagar treinta dólares. Y llevar pasaporte". Son las doce de la noche.
¿Y por qué se te ocurre ir a Boston, alma de cántaro?
La respuesta es sencilla: estaba de viaje de prensa. Pero después del fin de semana puedo decir que más que un viaje de trabajo fue una experiencia reveladora. Y no en el mal sentido.
Acudí ayer junto con dos compañeros para presenciar el lanzamiento de las Chuck II, las nuevas zapatillas de Converse. Por si alguien se lo pregunta: sí, viajar junto a la marca y llevar tus zapatillas puestas te exime de llevar el pasaporte. Si en Madrid las deportivas hacen que los dueños de los locales se reserven el derecho de admisión, aquí sucede al contrario. Boston es rara hasta para eso.
Así que, antes del fin de semana (y antes de que me quitara las zapatillas) bebimos, fuimos a un concierto y nadie nos miró con cara de circunstancia por no llevar chándal. Pero la revelación no llegó por esos cauces, sino por otros bien distintos.
¿Y si esto es el futuro?
Cuando un periodista especializado en moda acude a un viaje de prensa, se introduce un aprendizaje experiencias de la marca en cuestión. Con Converse eso no hizo falta porque, pese a que visitamos su nueva fábrica y observamos su archivo centenario ¿quién no tiene un par de All Stars? Y ese era precisamente el problema. No es una marca de lujo lanzando un producto elitista, es una enseña que todos conocen y llevan. Hasta el portero que nos echó, la china que toca el piano y esas hordas de gente sana y rematadamente guapa, las lleva. Entonces piensas: ¿por qué está todo el mundo tan entusiasmado por un nuevo modelo cuando el planeta entero calza el que ya existe? ¿Por qué cambiar un producto que ha conseguido tener el mismo estatus universal que el pantalón vaquero?
Y de repente, sin saber muy bien por qué, el director creativo de la firma y su presidente te hablan de un momento histórico mientras te meten en un túnel lleno de luces verdes con decenas de periodistas de todo el mundo. Obviamente te contagian la expectación. Y te pones nervioso.
Y llegas a la salida, y allí te esperan las Chuck II. Las ves antes de que el mundo pueda verlas ( ventajas de ser periodista): son iguales que las Chuck Taylor de toda la vida y ahora sí que no entiendes nada. Te las pruebas. Sientes que calzas unas zapatillas de running; no pesan, no aprietan y llevan la planta acolchada, pero te miras los pies y llevas las Converse de siempre. Es entonces cuando te explican que la tecnología no sólo permite hacer zapatillas fosforitas, también conservar el aspecto de un modelo centenario pero eliminar de un plumazo los errores que le han acompañado todo este tiempo: ni se rompen con facilidad, ni se deforma la lengüeta ni se degasta el pie con el uso continuado.
Pocas veces un periodista de moda puede probar antes que nadie algo que, con certeza, acabará usando el portero que le echó, la camarera que le negó la cerveza y el empollón de Harvard. Pocas veces puede contarlo sin que las imágenes hablen por sí solas. Pocas veces puede hablar de futuro alguien que nunca ha ido a Silicon Valley y no es consumidora habitual de gadgets.
Solo por eso (y por la langosta) Boston ha merecido la pena. Eso sí, no creo que vuelva. La mayoría de los bares y las cafeterías del centro cierran el fin de semana.
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