Leticia contra la normalidad
En nuestro país, y yo diría que en casi cualquier país del mundo, que una mujer consiga escribir, dirigir y protagonizar una película debe calificarse de auténtico milagro. Un auténtico ejercicio de heroísmo si tenemos en cuenta que apenas un 8% de las películas producidas en nuestro país son dirigidas por mujeres, mientras que en guión y producción la presencia femenina no alcanza el 20%. Y todo ello a pesar que desde 2007 tenemos una Ley orgánica, la 3/2007, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, que entre sus múltiples mandatos dirigidos a los poderes públicos recoge el de “hacer efectivo el principio de igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en todo lo concerniente a la creación y producción artística e intelectual y a la difusión de la misma” (art. 26).
Para ello, la ley prevé la adopción de todo tipo de medidas que contribuyan a erradicar lo que podemos calificar como “discriminación estructural”, incluidas también las acciones positivas necesarias para corregir la desigualdad de género en el ámbito de la cultura. Unos instrumentos que, de momento, han dado unos frutos más bien escasos, tal y como insistentemente se recuerda por ejemplo desde Clásicas y Modernas, Asociación para la igualdad de género en la cultura. Parece evidente que en éste, como en otros ámbitos de la vida social, el patriarcado, que se traduce en un orden cultural pero también unas relaciones de poder, tanto político como económico, continúa prorrogando la discriminación estructural de las mujeres.
Por todo ello, en un contexto en el que ellas lo tienen tan difícil, mucho más en unos momentos de crisis económica que están sirviendo de pretexto en nuestro país para limitar las políticas sociales y para reducir a la mínima expresión las ya de por sí casi inexistentes políticas culturales, debería ser objeto de celebración que una película como Requisitos para ser una persona normal haya logrado realizarse, estrenarse y ser alabada por la crítica y espero que también en estas semanas por el público.
El primer largometraje de Leticia Dolera, una mujer de cine cuya trayectoria no ha dejado de sorprendernos a los que la seguimos desde que la vimos adolescente en Al salir de clase, es una auténtica delicia por lo que cuenta y por como lo cuenta. Por esa mirada tan incisiva sobre la naturaleza humana, las relaciones personales o la familia, que, bajo la apariencia de una comedia romántica de las de toda la vida, logra hacernos reflexionar sobre cómo nos construimos como mujeres y hombres. Es decir, sobre qué paradigmas definimos nuestra “normalidad” y, a partir de ahí, la felicidad o, como mínimo, la ilusión de felicidad con la que muchos sobreviven.
Además de su brillantez formal, de su delicada factura –Leticia ha rodado la película como si fuera una sinfonía en la que todos los instrumentos dan la nota en el momento justo y con la intensidad adecuada- y de sus brillantes interpretaciones (desde la misma Dolera a una intensa Silvia Munt, pasando por el que merece ya todos los premios, Manuel Burque), Requisitos... es luminosa y sobre todo exquisitamente femenina. Y espero que se entienda bien este término, tan habitualmente usado de manera despectiva o, en el mejor de los casos, para confirmar estereotipos. Con ello me refiero a que la autora contempla la vida, los personajes, la narración, desde una dimensión emocional y empática que difícilmente, al menos no de la misma manera, habría conseguido captar un autor ante la misma historia.
Frente al modelo de sujeto que insistentemente reproduce el orden patriarcal, y que se identifica claro está con el referente del hombre burgués y heterosexual, y sobre el que pivotan la mayor parte de las historias que se nos cuentan, Dolera nos ofrece unos personajes que se ajustan a esa “identidad relacional” que durante siglos ha sido la característica de las mujeres. Esa identidad de las que no han tenido poder sobre el mundo y que también explica Almudena Hernando en su libro La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno (Katz, Madrid, 2012).
Tanto María de las Montañas (Leticia Dolera), como Borja (Manuel Burque), el chico pelirrojo con el que entabla una relación tan poco “normal” o Alex, el hermano “discapacitado” de María, que sin duda es el más capaz para afrontar emocionalmente la vida, son personajes que se hallan al margen de los paradigmas que se identifican hoy con el triunfo, el éxito y la realización personal. Por eso no encajan y les cuesta tanto encontrar su lugar. Porque no tienen nada que ver con los modelos homogeneizados de mujeres y hombres que responden al patrón heteronormativo y a la supuesta normalidad que marcan las leyes, el mercado y la cultura. La norma masculina, el canon del sujeto que consume y produce, la cultura del tener.
El milagro, pues, de esta película, más allá de su misma realización, reside en mostrarnos como el verdadero valor a reivindicar en el mundo contemporáneo es el de la “diferencia” y como necesitamos con urgencia darle valor público y social a las habilidades y herramientas emocionales que habitualmente hemos desprestigiado en nombre de la razón patriarcal. Porque solo desde la conexión empática que generan las emociones será posible articular un mundo de relaciones igualitarias y horizontales. Donde logremos erradicar, por ejemplo, historias como la sufrida en silencio por la madre de María. En esa actitud, tan femenina, y que comparten María, su hermano y Borja (es decir, no es necesariamente un monopolio femenino, sino que puede llegar a ser patrimonio de todas y de todos ya que estamos ante una construcción de tipo cultural), radica la luminosidad de una película que finalmente nos enseña cuáles son los requisitos para ser reconocidos en y desde nuestras diferencias. Un reto que sería algo más fácil si tuviéramos más oportunidades de descubrir en una pantalla como las mujeres se ven a sí mismas, a nosotros los hombres y, en general, a un mundo en el que ellas son ya, o deberían ser, mucho más que la Pretty Woman del cuento.
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