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Tribuna
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Una presencia silenciada

Concebimos la estupidez como una fatalidad consustancial a la condición humana. Pero a veces esta fuerza devastadora no es estéril, como demuestra la caravana gay que todos los años visita Badajoz en respuesta a una sandez del pasado reciente

RAQUEL MARÍN

Ahora que es verano y la ciudad se llena de turistas me asombra cómo se emboban, boquiabiertos y risueños, ante cualquier atracción, qué bobalicones son, qué fácil presa de trileros, carteristas y liantes de todas clases. Sucede que en cuanto baja el nivel de estrésy exigencia, se cae fácilmente en la idea fofa de que el mundo es blando y está lleno de gente amable que tiene costumbres particulares, como abrazarte y meter la mano en tu bolsillo… Es la estupidez, en su estado transitorio. Porque en el curso del año laboral probablemente estos bobos sean muy eficientes en lo suyo e implacablemente racionales.

En el teatro del mundo, donde fuerzas tan diversas agitan violentamente tanto a las personalidades únicas como a las masas, pocas veces se la tiene en cuenta aunque sea un factor decisivo en las tomas de decisiones y el desarrollo de los acontecimientos, y aunque sus efectos entrópicos saltan clamorosamente a la vista. Seguramente al lector se le figurarán episodios, personajes, casos, de palpitante actualidad (yo también estoy pensando en ellos) que confirman la presencia entre nosotros de esta influyente y dañina fuerza de la que se habla tan poco. Musil, Cipolla, Avital Ronell han escrito con ingenio sobre este tema inagotable, pero en general analizamos nuestro paisaje humano como si sobre él esa fuerza destructiva no actuase y no ejerciera su poderoso dominio. Si se la menciona, se hace con desprecio e inmediatamente se deja de lado como si no tuviera importancia. Es tabú.

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Y lo es por varios motivos. En primer lugar, quien habla de ella da la impresión de que se considera a sí mismo exento y por encima, y automáticamente queda como un fatuo, como esos franceses que con sonrisa suficiente dicen que lo que más detestan en el mundo c’est la bêtise. Flauberts de ocasión, listillos de estar por casa.

Aunque pensemos que el otro es estúpido, o que lo son las ideas que expone, nos guardaremos mucho de decírselo, pues si lo hiciéramos sería imposible el debate, se rompería la baraja. Cuando le dices al otro, aunque sea en el tono más tierno y comprensivo, e incluso palmeándole afectuosamente la espalda, que es un idiota, puedes apostar a que se lo tomará mal y el debate se habrá terminado allí mismo. No hay diálogo ni democracia posible en estos términos de extrema sinceridad. Sólo las personas francamente descorteses y desagradables (y por consiguiente no muy inteligentes) verbalizan esa verdad universal: que el otro es necio. Y a propósito del mencionado Flaubert, en su famoso diccionario de estupideces la entrada Imbéciles queda definida como “los que no piensan como nosotros”.

La inacción es la cordura; el héroe literario Fabricio del Dongo era un idiota hiperactivo

El tercer motivo de que no hablemos del problema de la estupidez es que la percibimos como una fatalidad consustancial a la condición humana contra la que hay poco o nada que hacer, e invita a la resignación y el silencio, pues efectivamente lo característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos.

Marx consideraba el trabajo alienado como una gran fábrica de estupidez, y a ésta, una de las tres grandes fuerzas de la historia, junto con la economía y la violencia. Y él hablaba todavía del mundo real, y no del virtual al que nos hemos trasladado. En televisión, el espectáculo de la sandez ajena resulta para los espectadores fascinante y engañosamente reconfortante, pues les hace sentirse superiores a los gladiadores en pantalla. En Internet, rápida e irreflexiva, la velocidad multiplica la estupidez a su enésima potencia. Cada vez que le damos a la tecla no sólo nos distraemos, y le regalamos a otros nuestro precioso tiempo —yo por ejemplo hace un momento me resistí victoriosamente a clicar donde decía “Bar Rafaeli se desnuda e incendia las redes”, pero en cambio caí en unas declaraciones polémicas, muy escandalosas, de alguien, a propósito de no sé qué, que ya no recuerdo qué decían—, sino que contribuimos con un granito de arena a la elevación del monumento colosal que la humanidad va erigiendo día tras día sin prisas a su propia imbecilidad.

La buena noticia es que no siempre esa fuerza a menudo devastadora es estéril. A veces por el contrario es de una fertilidad a la que no podría aspirar la inteligencia de las cosas, pues la Razón ve el peligro y el error que acecha en cada movimiento y tiende a la pasividad: “No me gusta conmoverme porque la voluntad se excita / y la acción es siempre peligrosa. / Temo cometer algún error, / alguna mala acción, con buenas intenciones, / algún acto injustificado. / ¡Estamos tan inclinados a esas cosas, con nuestras / terribles nociones del deber!”. La inacción es la cordura, y ya se ha dicho que el héroe literario por excelencia, el joven aventurero Fabricio del Dongo, era un idiota hiperactivo, como confirma la relectura de su novela a la luz de la razón y no del romanticismo adolescente. Mientras que Hasek hace que el cretinismo de su soldado Svek, tan extremo que se confunde con la genialidad, le proteja de los peligros de la guerra como el más formidable talismán.

A veces uno hace una tontería, comete un grosero error, pero gracias a eso se encuentra ante un panorama que jamás hubiera descubierto si no le hubiese conducido hasta allí su propia estupidez.

No hay diálogo ni democracia
posible en términos de
extrema sinceridad

El enamoramiento, que es un estado de enajenación y arrebato nada razonable y en el que se cometen los mayores disparates —la misma cara del Pepón de turno contemplando a su Pepona es un espectáculo que a un observador externo le provoca, como las cucadas de un niño, simpatía compasiva cuando no vergüenza ajena—, es el estado mental más universalmente anhelado y celebrado. Y tal vez incluso algo más importante y valioso…

En un momento tonto, cinco años atrás, el (ex) alcalde de Badajoz Manuel Celdrán, que es muy aficionado a la cría del palomo, se jactó en la radio de que en su ciudad a los “palomos cojos” (los homosexuales) “los echamos para otro lado”, porque “esta tierra es sana y fuerte”. La excesiva, manifiesta, satisfecha, estupidez homófoba del chascarrillo sublevó a varios colectivos; Celdrán tuvo que presentar excusas, el cómico Wyoming organizó una “caravana de palomos” que llevó a Badajoz a 10.000 gais, y esa caravana se ha ido repitiendo año tras año, alcanzando en 2015 el número de 25.000 participantes que con su presencia y sus gastos constituyen una bendición, en varios sentidos, para la ciudad. Corolario: pequeña y redonda estupidez personal, grandes beneficios para la colectividad. Ojalá fuera siempre así y pudiéramos extraer de nuestra propia estupidez pura energía, nuevas y útiles y brillantes cosas, como basura reciclada.

Ignacio Vidal-Folch es escritor.

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