La del montón
Toda mi vida ha contenido un componente de picaresca: estudiar al filo de lo imposible, redactar trabajos con gran dosis de ingenio, y hasta hoy, hasta este inmediato presente en el que agoto cada semana eso que llaman el deadline
Yo era una niña del montón. Iba al colegio a jugar, básicamente, y de vez en cuando me llevaba el mal rato de tener que hincar los codos. Eso sí, aporté a mis pares momentos de insuperable diversión. Estudiaba, en ocasiones como si me fuera la vida en ello, pero con el único objetivo de volver a jugar. Toda mi vida ha contenido un componente de picaresca: estudiar al filo de lo imposible, redactar trabajos con gran dosis de ingenio, y hasta hoy, hasta este inmediato presente en el que agoto cada semana eso que llaman el deadline para entregar lo que ustedes leen con tanta amabilidad. Yo había oído entonces de niñas que estudiaban los exámenes con un mes de antelación, y también ahora conozco a columnistas que antes de irse de vacaciones se dejan las columnas de agosto en conserva. Enhorabuena. Yo, en cambio, necesito amargarme la vida dejando para mañana lo que podría hacer hoy.
Siendo como fui y soy, una más entre la multitud, no puedo sino sentir honda antipatía hacia esa frasecilla tan en boca de nuestros dirigentes estos días: hacer los deberes. Nosotros hemos hecho los deberes, dicen, no como otros. Esa actitud sobrada hacia los compañeros y obediente ante el maestro me saca de quicio, más aún cuando se trata de distinguirse del que las está pasando canutas por lograr un aprobado raspado. Mientras unos jubilados griegos esperan su turno frente a un cajero para sacar 60 humillantes euros, nosotros presumimos de haber hecho los deberes. Vamos, yo no, jamás presumo de excelencia. A mí lo que me nace, como entonces, es la inmediata solidaridad con mis hermanos del pelotón.
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