Un acuerdo necesario
Grecia debe cumplir; la eurozona no puede correr riesgos por cantidades menores
El Banco Central Europeo tuvo que saltar ayer de nuevo a la arena para ampliar la ayuda de emergencia a la banca griega y evitar que tras este fin de semana se produzca un corralito —restricción total de liquidez— que causaría un derrumbe desordenado y en cascada en Grecia. Con ello, la institución de Fráncfort se reafirma como el mejor adalid de la estabilidad de la zona euro. Pero nadie debería abusar de este recurso extremo: de momento, son mayoría los gobernadores partidarios de no desenchufar a Atenas para no suplantar competencias de la política. Eso sí: no cuentan con la unanimidad.
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Así que el drama podrá mantenerse al menos hasta el lunes, cuando se reúnan con carácter extraordinario los jefes de Gobierno del área euro. Esta cumbre simboliza el único triunfo que puede exhibir la áspera estrategia negociadora del Gobierno de Alexis Tsipras: elevar el nivel político decisorio, de los ministros de Hacienda a los primeros ministros. Pero es un logro envuelto en fracasos. El peor es de contenido: la prolongación de la negociación, la inconcreción de las medidas, la parálisis temporal y la provocación continua constituyen un manojo de técnicas eficaces para que transcurra el tiempo. Pero al precio de provocar enormes reveses para la economía griega, que ha roto la línea de leve recuperación registrada desde 2014.
Atenas también ha fracasado en su cruzada para romper las políticas de la Unión (que ya antes habían empezado su giro); en su intento de apoyarse en los Gobiernos progresistas para aislar a los conservadores; en su tentativa de hacer prevalecer la democracia griega sobre las del resto de socios; en sus irresponsables guiños a Moscú; en su táctica de dividir a los componentes de la antigua troika; o en la de separar al ministro alemán de Finanzas de su propia canciller. Los recientes insultos a socios y acreedores no hacen sino certificar el estrepitoso fiasco de esta estrategia. Si al final del proceso hubiese que contar bajas, los ciudadanos griegos deberían mirar en primer término a su nuevo liderazgo.
Claro que no solo a él, pues las rupturas siempre son cosa de dos, aunque sea en distinto grado. El catastrofismo de algunos europeos es escandaloso e irresponsable. El presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, preside sobre toda la eurozona, también sobre Grecia, y debe velar por su estabilidad. Declaraciones suyas como la de que “si los griegos están retirando los depósitos es porque no confían en el futuro de su país” son incendiarias. Aconsejan su rauda jubilación anticipada.
Hace días que la negociación se estancó, al no ofrecer Grecia medidas alternativas de resultados similares a las que se le proponían. Se entiende que, pese a las concesiones mutuas, ninguno quiera dar su brazo a torcer en cuanto a los principios. Pero lo que nadie comprendería es que por una diferencia cuantitativa nimia en la negociación (estimada entre 2.000 y 4.000 millones) se pusiera en peligro la eurozona. El contagio nunca es del todo descartable. Y un resultado del pulso (la eventual salida de Grecia) que pusiera en entredicho la irreversibilidad del euro podría generar turbulencias especulativas contra los socios considerados menos fuertes. Casi nadie quedaría a salvo de las sospechas.
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