‘Dipsópolis’: el alcohol en las ciudades
Un recorrido literario, del botellón a las sofisticadas coctelerías, por el modo en el que las costumbres de la bebida configuran la vida urbana
Vuelve el verano y, con el calor, el botellón busca su apogeo. También algún que otro deporte asociado, como el balconing, el turismo etílico, la transformación de la calle en una barra móvil e inabarcable. Llega el sol y, con él, salen los bárbaros. Esas huestes que modifican la escala urbana y atraviesan la ciudad para plantar sus tiendas en las afueras, al otro lado de sus murallas. Tribus dispuestas a dinamitar el viejo emblema del siglo XVIII que recomendaba mantener los vicios privados y las virtudes públicas.
El botellón, por el contrario, es todo expansión: del núcleo al extrarradio, de lo privado a lo público, del recato al exhibicionismo, de la profesionalidad al amateurismo, de la industria a la manufactura, de la Universidad a la calle. Rebasa los claustros convencionales de la ciudad etílica y establece una nueva dipsópolis en la queda desbordado el recinto alcohólico por excelencia de la economía de servicios, tan propia de los países turísticos: el bar.
Pero el botellón —vilipendiado o glorificado desde estudios, moralidades e intereses varios— es algo más. De ahí que encarne una curiosa subversión del tempo etílico habitual (ese drama griego del dipsómano profesional con su planteamiento, su nudo y su desenlace) para lanzarnos, desde el principio, a por el pelotazo. Junto al tiempo, trastorna igualmente el espacio alcohólico, al renegar de la taberna cerrada para proyectarse en las plazas abiertas. Desde ese paisaje, es posible sacarlo de la exclusividad de borrachera y vandalismo en la que, no sin razón, se ha colocado habitualmente.
Una historia corta nos llevaría hasta finales de 2011, cuando estaba extendida la idea de que los jóvenes españoles permanecían aletargados bajo los efectos de una evidente “desafección”. (No faltaron autoridades y líderes de opinión encargados de afearles su desconexión de la “cosa pública”). Sobre todo, porque esa desidia alcanzaba su clímax en largos fines de semana durante los cuales esas generaciones llamadas a habitar el futuro se abandonaban a la desmesura etílica.
Basta con que un responsable público se queje de la poca implicación política de los jóvenes para que, acto seguido, esa crítica le estalle en la cara. Esta vez no fue una excepción y pronto las plazas se llenaron de muchachos indignados; preocupados, ahora sí, por la política (coto cerrado que “no los representaba” y a la que, también, proponían dirimir en la calle). Así que se lanzaron de lleno a la protesta por la crisis, por la decadencia de la democracia, por el desplome del futuro que se suponía suyo. La movilización dejó, entonces, de ser etílica para convertirse en política. Y la respuesta dejó de ser paternal para convertirse en policial.
El botellón encarna una subversión del tempo etílico habitual; nos lanza, desde el principio, a por el pelotazo
No es fácil calibrar con exactitud cuanta gente dio el salto del botellón a la revuelta. Y aunque Paul Lafargue o Bertrand Russell, en sus merodeos por la ociosidad y la pereza, pudieran auxiliarnos en esa tarea, siempre será complicado establecer el momento preciso en que una forma de ocio se transforma en práctica política: el minuto crucial en que el botellón se transforma en batallón.
En cualquier caso, al camuflaje —milenaria táctica militar— lo encontramos tanto en la esencia de la revuelta urbana como en la de la coctelería (de la que el botellón viene a ser un capítulo salvaje). Porque no dejan de ser eso, camuflajes, los rudimentos dispuestos para mitigar la fortaleza del ron, el aguardiente, los licores fuertes e “intragables” en solitario.
Esto nos lleva a una historia más larga, que empieza directamente con la palabra Cock's Tail —cola de gallo—, rama con la que revolvían y atenuaban los licores más bravos en el mexicano puerto de Campeche desde la segunda mitad del siglo XIX. A partir de allí, es posible trenzar, entre muchas otras, una relación entre política y coctelería. A fin de cuentas, si el ron puede considerarse un producto colonial (sale de la plantación de esclavos), la coctelería es, por derecho impropio, un arte neocolonial (no se interesa sólo por conquistar los territorios sino también los espíritus, lo cual define al neocolonialismo).
Ahí tenemos al Daiquiri, que toma su nombre del lugar por el que desembarcaron los norteamericanos para intervenir en Cuba al final de la guerra de independencia en 1898. Ya los mambises tenían ganada la guerra a España, así que no le resultó difícil a Estados Unidos aplicar su política de “fruta madura” y, de paso, darle otro uso al hielo picado que venía en las fragatas de guerra para conservar los cuerpos de los caídos en combate. De ese incidente neocolonial surge, cómo no, el Cuba Libre, que consiste en paliar el ron a palo seco con la primigenia bebida de cola norteamericana. (Cualquier parecido con la foto de la última Cumbre de las Américas en Panamá no es casualidad). Hubo, eso sí, un cóctel independentista: la canchánchara (ron, miel, cítrico), que se tomaba caliente y servía lo mismo para darse valor en una carga al machete que para combatir el frío húmedo de la manigua.
En Cuba, país que enaltece cada vez que puede el Nacionalismo Coctelero, ha habido casi siempre un altar para el Historiador de la Ciudad, o incluso el de la Plantación. Pero también fue objeto de culto el cargo, mucho más singular, de Historiador del Ron, ejercido por Fernando G. Campoamor desde una ejemplar combinación de la teoría y la práctica.
Hay un momento en que todo esto pasa de la historia a la infrahistoria. Pensemos, si no, en el tunin'; esa tecnología automotriz de serie B mediante la cual los coches son sometidos a mutaciones de todo tipo. Pues bien, la Ley Seca en Estados Unidos provocó las primeras modificaciones en los automóviles para habilitar espacios interiores que sirvieran como escondite al alcohol de contrabando. Digamos que el tunin’ originario lo inventó Al Capone. Pero admitamos además que el tunin’, con su estética kitsch y su sello macarra, planta su resistencia ante la estandarización de las marcas convencionales. No debe ser casual que una de sus fantasías estrellas consista en la colocación de un mueble bar en los sitios más insospechados: desde la pizarra hasta el maletero.
Al final, el cóctel no deja de ser una contradicción en los términos: acaba uniendo aquello que, en teoría, no debería encajar. Y su estandarte no puede ser más opuesto a los designios de la pureza (nacional o etílica), pues no funciona sin la contaminación, algo que podría resumirse en una frase: mezclar es bueno.
De cara a las historias de género, cabe añadir que, durante un buen tiempo, y particularmente en las Antillas, los combinados funcionaron como el trago femenino por excelencia, tal cual el Daiquiri, hasta que Hemingway —el macho literario por excelencia— lo masculinizó (o se feminizó él): “Mi Mojito en La Bodeguita, mi Daiquiri en El Floridita”.
Sin esa historia de la coctelería, incluidos antecedentes populares como el Kalimocho, no entenderemos del todo el botellón y su lugar en el trazado de la nueva Dipsópolis. Tampoco sin el auxilio de estudios que ya lo han insertado en la academia o la sociología. Algunas veces como un “conflicto posmoderno” (Artemio Baigorri), otras como un subproducto del neoliberalismo (Héctor Caño o César López Llera). Casi siempre como una cita física en la época de las redes virtuales. Existe, incluso, un cómic del mismísimo Ibáñez: Super López. El gran botellón.
Otros planos de la Dipsópolis vienen servidos por El diario del Ron, de Hunter S. Thompson, o la escritura lisérgica de Kingsley Amis. Por Beber de cine, de José Luis Garci, o la infatigable cartografía que Joan de Sagarra ha construido a través de bares, precios y continentes (los tipos de vaso) del Jameson. Queda lugar, todavía, para el desfase y el delirio (Resacón en Las Vegas), o para el mapa de trazo fino con que los cocteleros famosos —Javier de las Muelas, pongamos por caso— siguen la estela de los cocineros estrella.
No es suficiente, en todo caso, con aferrarnos a las recientes coctelerías cool para explicar la ciudad etílica. Es menester fijarnos en el bareto de toda la vida, del carajillo y el pacharán, del vinito mañanero y el garrafón, del paro y el desahucio. O seguir de cerca la impenitente ronda diurna del que bebe fiado hasta que consigue pagar y empieza otra vez a trazar su desnortado urbanismo.
El tempo de estas esquinas de la Dipsópolis es el de aguantar y sostenerse como se planta uno ante el diluvio o la guerra. Una resistencia contraria a la elegante dipsomanía de los bares caros y, asimismo, al fast-drink del botellón. Y es que hay algo ruso —algo eslavo o nórdico— en esa forma de beber para tumbarse. Algo que viene de esa zona del mundo a la que debemos el más famoso, geopolítico y peligroso de todos los combinados: el cóctel molotov.
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