La canción triste de Amy Winehouse
A los cuatro años de su muerte su leyenda sigue viva. Un documental sobre la cantante desata el debate entorno a la culpa de su destrucción
Una plancha de plástico translúcido cubre la reja metálica de acceso al pequeño jardín del número 30 de Camden Square, al norte de Londres. La discreta barrera contra fisgones es lo único que la diferencia de las otras casas de esta tranquila calle residencial, la última casilla del descenso a los infiernos de una joven reina del soul. En este adosado de tres plantas, a las cuatro de la tarde del 23 de julio de 2011, la policía encontró muerta a Amy Winehouse, junto a tres botellas de vodka. Los forenses hallaron 416 miligramos de alcohol por cada decilitro de sangre de la artista, un nivel que supera con creces el considerado letal. Murió a los 27 años, como Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y Kurt Cobain. Un coma provocado por la ingesta de licor proporcionó a la generación Youtube su propio mártir del rock and roll.
La casa, con tres salones, tres habitaciones dobles y jardines delantero y trasero, fue puesta a la venta por 2,7 millones de libras 10 meses después de su muerte. Nadie de su familia, dijo un portavoz, “consideró apropiado trasladarse a ella”.
La memoria de Amy permanece en el lugar. Los tres árboles de enfrente de la casa conforman el triste mausoleo de una cantante superdotada que cautivó al mundo. Las esterillas que cubren los troncos alojan decenas de cartas, gomas de pelo, flores marchitas y pequeñas bolsitas con restos de marihuana, depositadas por fans de medio mundo en su peregrinación por el que fuera hábitat de su diosa. “Amy, mi gran amor y mi obsesión”, escribe una llamada Perry. “He viajado desde Israel para estar aquí y escribirte esto. Pero no hay palabras para escribir cuánto te quiero y te echo de menos. Fuiste lo mejor que le ha ocurrido a este mundo. Cantarás en mi corazón para siempre. La expresión ‘las leyendas nunca mueren’ va sobre ti”.
Cuatro años después de su muerte, tal como advierte su fan israelí, la leyenda sigue muy viva. Amy Winehouse fue una criatura de Camden Town, acaso la última estrella de este barrio rockero antes de que sus mercadillos se convirtieran definitivamente en un parque temático intrascendente.
Al caer la noche, los camellos aún ofrecen discretamente su mercancía en las inmediaciones de la estatua de bronce a tamaño real erigida el año pasado en memoria de la cantante. Por el día, los turistas se fotografían con ella, sorprendidos por su estatura real, de 1,59 metros, que su célebre moño y la leyenda magnificaron. Los puestos cercanos despachan sin pausa camisetas de Amy y los bares por los que alternaba explotan en altares domésticos el filón de su última diosa pagana.
Pero ahora una bomba de celuloide ha caído sobre la leyenda. Un documental, aclamado en el pasado festival de Cannes antes de su estreno el próximo 3 de julio, que ofrece metraje inédito de la artista y testimonios de las personas que la rodearon, recabados por el director Asif Kapadia, responsable de otra elogiada cinta sobre el piloto Ayrton Senna. La familia de Amy, que accedió a participar, ha criticado el trabajo del realizador. Una y otro desfilan estos días por los medios británicos puntualizando y aportando su versión de la tragedia de la princesa Diana del pop.
La película, aún antes de llegar a las salas, parece haber desatado una suerte de psicoanálisis colectivo. Un debate sobre la culpa de haber permitido o simplemente contemplado con superficialidad morbosa la inmolación, narrada en directo por los medios, de una joven vulnerable que no pudo soportar el peso del éxito.
El padre, Mitch Winehouse, recibe un retrato poco halagador. Sin desmerecer, claro, al del villano oficial de la historia, su exmarido Blake Fielder-Civil, a quien todos coinciden en señalar como la persona que introdujo a Amy en el uso autodestructivo de la heroína y en una no menos lesiva relación amorosa. Amy llevaba escrita en la piel su dependencia de las dos poderosas figuras masculinas: en su hombro izquierdo se tatuó “La niña de papá”; encima de su pecho izquierdo, “De Blake”.
Los fans peregrinan por los escenarios de su diosa: su casa, su estatua y sus bares de Camden
Cuando el padre vio la película en un pase privado, recuerda en una entrevista en The Guardian, le dijo al equipo que lo que habían hecho era “una deshonra”.
La acusación principal a Mitch Winehouse está en la canción insignia de su hija, Rehab, contenida en Back to black (2006), su segundo y último álbum de estudio que lleva vendidas 20 millones de copias. Una Amy de 22 años canta en el inmortal estribillo que la quieren llevar a rehabilitación pero ella dice “no, no, no”. Una joven estrella encomendándose al exceso, desafiando a una sociedad adicta a las celebrities y ávida de mitomanía autodestructiva. Un texto que se repitió con la frivolidad de un eslogan publicitario pero que el destino reveló -y he aquí el debate que ha abierto la película- como una trágica declaración de intenciones que nadie supo escuchar. “No tengo tiempo, y mi padre dice que estoy bien”, canta Amy en el tercer verso para justificar que no irá a rehabilitación. Y se trata de un episodio real.
“Era el año 2005”, recuerda en The Guardian el padre, un taxista que lanzó su propia carrera de cantante al rebufo de la de su hija. “Amy se había caído, estaba borracha y se golpeó en la cabeza. Su manager me dijo que tenía que ir a rehabilitación. Pero ella no bebía cada día, era como muchos otros chicos. Y yo le dije que no lo necesitaba. En la película, cuando cuento esta historia, digo: ‘No necesitaba ir a rehabilitación en aquella época’. Pero cortaron las tres últimas palabras”.
Esas tres últimas palabras pueden ser, en efecto, relevantes. Los padres -que despreciaron también los indicios de bulimia de una hija adolescente- quizá no detectaron “en aquella época” que el caso de su hija era grave. Pero otra cosa fue la caída en picado de sus cinco últimos años de vida, de los que no surgió una sola canción.
Cualquiera que vea en Youtube las últimas actuaciones de la cantante se preguntará cómo quienes la rodeaban podían permitir aquel atroz espectáculo de una artista fuera de sí, incapaz siquiera de cantar.
Los paparazzi la retrataban dando tumbos por la calle, borracha y ensangrentada. Los titulares, devorados por la generación que creció entre los viejos medios y las redes sociales, hablaban de “los demonios” de una mujer “más peligrosa que Liam Gallagher”. Todo es muy divertido hasta que sucede la tragedia.
Mitch Winehouse dirige ahora una fundación con el nombre de su hija. Después de años echando a patadas a los camellos de la casa de Amy, ahora lucha contra la drogadicción con otros métodos: programas de educación en las escuelas, apoyo a personas en rehabilitación o proyectos artísticos para personas desfavorecidas.
La fundación se financia con donaciones y con el dinero que aún produce la artista. Amy, según la revista Forbes, murió sin testar. Su patrimonio pasó a sus padres divorciados y ellos montaron la fundación. No quedó mucho, dijeron, después de arreglar el desaguisado económico en que se encontraba. Pero solo el año después de su muerte se despacharon 1,7 millones de discos.
Asif Kapadia, autor de la película que ha sacudido la leyenda, explicaba sus motivaciones en el Sunday Times. “Me pareció importante mostrar lo que la gente hace sin pensarlo con las personas enfermas”, explica. Él también vivió el Camden de Amy Winehouse. Por eso le pareció que esta historia “tenía algo importante que contar sobre esta ciudad y este mundo”. “Mis amigos fumaban heroína, no podías andar diez pasos sin que alguien te vendiera drogas. Ahora ha cambiado. Londres ha cambiado. Pero Amy atravesó esos viejos mundos. Fue una persona muy especial. Era una de los nuestros. Una niña de Camden. Quizá deberíamos haberla cuidado un poco más”.
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