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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nueva luz para iluminar a los grandes maestros

El Prado empieza a cambiar las lámparas halógenas por leds y los cuadros ganan expresividad

José Andrés Rojo

¿Qué puede hacer un museo en estos tiempos, en los que el bombardeo de novedades es permanente e implacable, para llamar la atención sobre los viejos tesoros que acumula en sus salas? Pues cambiar la iluminación.

La idea parece salida de un director de campaña publicitaria, pero tiene mayor enjundia. El Prado presentó la pasada semana el ambicioso proyecto, que concluirá en 2017, de ir sustituyendo las luces halógenas que iluminan sus cuadros por lámparas led. Se han cambiado ya en las 15 salas dedicadas al siglo XIX y en una parte de las obras de Goya, amen de utilizarse en la exposición temporal dedicada a Rogier van der Weyden.

Por una directiva de la Unión Europea las lámparas halógenas se dejarán de fabricar en 2016, pero resulta que la llegada de los ledes supone ventajas no solo técnicas —ahorro energético, reducción de emisiones contaminantes, menor daño a las obras— sino también artísticas. Miguel Falomir, el nuevo director adjunto de Conservación e Investigación del Prado, lo resumió así: “Con la nueva iluminación los colores son más potentes, más nítidos y más diáfanos”. Quizá se trata para algunos de una noticia menor, pero merece subrayarse. Forma parte de esas iniciativas que pone en marcha Bruselas y que tienen un aroma meramente burocrático: se comprueba que existen unas lámparas, las halógenas, que derrochan energía y se ordena que dejen de producirse. Punto. Pero resulta que, al final del proceso, el que gana es el que visita el Museo del Prado. No está mal. Quizá haya cosas que deben hacerse como las hace la aburrida Europa.

Como todos los oficios que se proponen conquistar metas inalcanzables, el artista en su afán de perseguir la belleza tiene algo de Ícaro, aquel personaje de la mitología griega que, en cuanto supo que podía volar, quiso alcanzar el sol. Pero su padre, Dédalo, ya le había advertido que no lo hiciera, que la cera de sus alas podía derretirse con el calor. No le hizo caso, y terminó cayendo sobre las aguas del mar.

Uno de los artistas que pintó la historia de Ícaro fue Pieter Brueghel el Viejo y su cuadro está en el Museo de Bellas Artes de Bruselas. Aparece ahí un labrador con su arado y un pastor cuidando a sus ovejas, hay también un hombre que entra en el agua y, más allá, un barco. Es primavera y el mundo irradia vitalidad. “En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: todo le vuelve / La espalda a la tragedia sin inmutarse”, escribió Auden en el poema en el que alude a ese cuadro. Nadie parece enterarse de que alguien ha caído desde las alturas: solo hay unas piernas que aparentan patalear al hundirse en las aguas. Y Auden dice que seguramente la nave vio que un niño se precipitaba desde los cielos pero “tenía adónde ir y prosiguió su viaje imperturbable”.

Algo de eso ocurre con las obras de arte: que la gente tiene adónde ir y las ignora, imperturbable. Por eso ayer se celebró el día de los museos. Y por eso hay que felicitarse de que los cuadros del Prado ganen, con las luces led, mayor expresividad: invita a volver a verlos.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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