Tomorrow never knows
El asunto recuerda mucho a los debates del genoma en los años noventa. Después de un siglo en que la genética se había basado en la elección intuitiva de los fenómenos más interesantes, y en un perspicaz y sutil análisis de sus ángulos más leves y sus recovecos más recónditos, un grupo de científicos audaces proponía de pronto la estrategia del brontosaurio: secuenciar los genomas enteros de todo bicho viviente y volver a partir de cero, sin sesgos ni presentimientos, cambiando la sagacidad por la brutalidad del big data. Algunos de los genetistas más finos de la época se opusieron con vehemencia. Creían que todo ese esfuerzo monumental se revelaría como una pérdida de tiempo, y que desviaría los fondos y los recursos humanos de los problemas realmente interesantes a un cenagal de resultados ilegibles. Pero la genómica está aquí para quedarse, y ya nadie puede dudar de su eficacia sobrecogedora.
Ahora que la fiebre del big data ha llegado a la música, pongámonos primero en el lugar del genetista fino, transformado ahora en amante del pop. La canción más revolucionaria de los Beatles no es I want to hold your hand, con la que conquistaron el mercado norteamericano en 1964, sino Tomorrow never knows, escrita por John Lennon un par de años después para el álbum Revolver. ¿Qué pensaría de ella el algoritmo de Matthias Mauch y sus colegas británicos? La clasificaría como uno de los mayores aburrimientos de los últimos 50 años: solo tiene un acorde, y ni siquiera es de séptima. Los beatlemanos, sin embargo, conocemos bien el cosmos tenebroso que encierra esa canción, sus gradaciones tonales casi imperceptibles, su misteriosa belleza. Ja, con algoritmos a nosotros.
Profundicemos algo más en los acordes de séptima, que sirven a Mauch y sus colegas para evaluar la riqueza armónica de una pieza o de un estilo. El jazz se apoya exhaustivamente en el acorde de séptima y en todas sus alteraciones, con un énfasis especial en la nota del diablo, la quinta disminuida que prohibían a rajatabla los musicólogos clásicos. Ahí, en el uso inteligente y creativo de esas alteraciones de la séptima es donde se la juega un buen improvisador de jazz. Y créanme, para cuando los Beatles triunfaron en el show de Ed Sullivan, en 1964, John Coltrane ya había elevado la técnica de las sucesiones de acordes a su grado más sublime y complejo. En su Giant Steps está ya todo el pop más innovador, incluido el que no se ha creado todavía. Por supuesto que los Beatles no revolucionaron las progresiones armónicas: todo eso ya estaba hecho antes de que Lennon conociera a McCartney. Lo que pasa es que a Coltrane lo conocen cuatro, y a ellos los tararea todo el mundo.
Y ahora basta de crítica antialgorítmica. Este redactor ya ha pasado una vez por ese bochorno, cuando el tema de la genómica, y ahí no me pillan otra vez. Sé que los algoritmos irán mejorando y haciéndose más sutiles. Sé incluso que serán ellos quienes acaben componiendo las canciones. Tal vez también ellos quienes las escuchen.
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