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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

Grand Bassam, decadente y encantada

Ángeles Jurado

El rey Awoujae Amon Tanoé se envuelve en un rico paño de colores vibrantes, con su corona dorada ciñéndole la frente y los pies apoyados en un escabel de color marfil, que -al observarse más de cerca- se revela la vértebra descarnada de una ballena. Su trono es también el hueso de la mandíbula inferior de un cetáceo y le contiene, pequeño y concentrado, en su palacio de Grand Bassam. No tiene por costumbre recibir a extraños y así nos lo hace saber su portavoz. A través de él, da la bienvenida a los visitantes, recibe una ofrenda de botellas de licor e indica a varios jóvenes que bailen para los invitados.

Awoujae Amon Tanoé es el jefe de los N'zima Kôtôkô, un pueblo akan procedente de Ghana que se establece al sur de Costa de Marfil, a apenas 43 kilómetros al este de la capital económica, Abiyán, en un área de playa paradisíaca, cocotero alevoso y aires quietos, casi venenosos, entre laguna, río y mar. Como Ilha de Moçambique o Gorée, Grand Bassam es patrimonio de la Humanidad desde el año 2012. Decadente, ennegrecida por el tiempo, misteriosa, se sitúa en el estuario del río Comoé, donde el paludismo es endémico, y es conocida por festividades como el Abissa, una celebración cultural que marca el año nuevo de los N'zima Kôtôkô. También son famosos su museo del traje tradicional, su barrio colonial francés y sus hoteles, maquis y restaurantes, que acogen a multitudes abiyanesas deseosas de disfrutar de la playa cada fin de semana. El mar, revuelto y fiero, provoca que los bañistas se arrimen a la orilla, esquivando a vendedores de artesanía, caballos fibrosos y mujeres que cargan botellas de licor rellenas de frutos secos. Las olas rompen, revolucionadas, contra una costa aparentemente paradisíaca pero traicionera y hacen imposible nadar o simplemente alejarse de la orilla más allá de donde la mar le cubre a uno apenas los muslos.

La danza en el palacio real empieza con suavidad. Cuatro chicas descalzas ondean pañuelos blancos con las manos, inclinadas, con los ojos fijos en el suelo. Después, un chico con un paño amarrado a las caderas y el torso desnudo, también grácilmente inclinado hacia el suelo, traspasa bendiciones del rey a los visitantes. En ambos casos, los movimientos de la coreografía son medidos, cargados de simbolismo y de sensualidad. Las manos dibujan signos en el aire con delicadeza. Los pies se deslizan y se acompasan con las caderas y los hombros. Sin aparente esfuerzo, los bailarines despliegan su arte al son de una percusión que también gana en intensidad hipnótica conforme avanza el baile. Los danzarines evolucionan casi tímidamente al principio. Al final, con energía pero sin paroxismos. Orgullosamente. Con elegancia.

El portavoz del rey explica que hay siete familias akan representadas a la par en Ghana y Costa de Marfil y presume de parentesco con el mismísimo Kwame Nkrumah y de la hospitalidad trasnacional de su pueblo. También habla de cómo Grand Bassam ejerció de primera capital del país en la época de la colonia, antes de que el honor recayera en Bingerville en 1900 y posteriormente pasara a Abiyán y Yamusukro. Una epidemia de fiebre amarilla acabó con el 75 % de los colonos franceses que moraban en la ciudad, como recuerda la estatua pálida de una mujer que se internó en la selva para conseguir hierbas curativas que salvaran a su marido y regresó para encontrarlo ya muerto. Las calles de arena de Bassam fueron testigos de la huída de los blancos hacia tierras más salubres y allí quedaron los N'zima Kôtôkô, mientras los mangos reventaban las paredes de las casas abandonadas por los colonos y los frangipanis florecían en la brisa pesada, asfixiante. Edificios majestuosos como el palacio del gobernador, el palacio de justicia y el Hotel Francia cayeron en la ruina y el olvido.

La decadencia de Grand Bassam enamora y provoca una cierta nostalgia. Una intervención artística con imágenes de un fotógrafo local, impresas en papel azul y recubriendo las paredes húmedas y oscurecidas, pone un contrapunto de color en sus calles desde el pasado mes de marzo. El barrio colonial está vacío si exceptuamos algún que otro turista perdido, los artesanos que ofrecen tallas de madera y orfebrería, un tejedor amarrado a su telar, algunos niños jugando al fútbol al salir de clase. La vida se concentra en la playa, entre bañistas de ciudad que copan los alrededores de hoteles y restaurantes y pescadores que remiendan redes bajo los cañizos de Azureti, mientras las piraguas sestean sobre la arena dorada. La seba se concentra donde rompen las olas.

Entre ambos mundos dormita el puente de la Victoria, construido en 1928 y que recibe su nombre de la manifestación masiva de mujeres que, desnudas, exigieron en 1949 la liberación de los hombres del pueblo encarcelados por pedir la independencia del país. Todavía en la época de las colonias.

En el museo del traje tradicional, abierto en 1981 en un edificio colonial de dos plantas sin señalizar y modesto, un guía explica cómo diferenciar el hogar del hombre y de sus mujeres en sociedades polígamas tradicionales y cómo barruntar la riqueza de una familia gracias al número de graneros que elevan sobre pilares, construidos en barro y coronados por una pequeña ventana por la que sólo puede acceder un niño. Y se extiende sobre la manera en que se esconde a las mujeres del ojo ajeno o se las distribuye para evitar los celos o se las premia con pequeños huertos y comodidades al ostentar un mayor rango en una sociedad jerarquizada. También explica el significado simbólico del telar, en el que se representan -entre otras cosas- el cordón umbilical y la voluntad del hombre y los detalles de las ropas de apenas media docena grupos étnicos, en los que se concentra la diversidad apabullante de Costa de Marfil, que presume de albergar más de 60 pueblos diferentes entre sus fronteras.

Grand Bassam no duerme, salvo en las zonas donde se sitúan los hoteles para occidentales, más alejadas y tranquilas. Allí donde uno puede espantar a los mosquitos dentro de un jacuzzi, sumergido a su vez en las aguas verdosas de la laguna. Las noches se llenan de estrellas y del rumor colérico de las olas contra la orilla, mientras un ejército de cangrejos traslúcidos se desliza hacia los bungalows de la playa, determinado a rascar sus puertas, incansable, con las pinzas hasta la madrugada. El barrio colonial se llena entonces de fantasmas mudos, de mujeres blancas que buscan remedios para sus maridos agonizantes y mujeres negras de pieles brillantes, cantando y marchando desnudas para liberar a sus maridos presos.

Más información:

Historic Town of Grand-Bassam

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Sobre la firma

Ángeles Jurado
Escritora y periodista, parte del equipo de comunicación de Casa África. Coordinadora de 'Doce relatos urbanos', traduce autores africanos (cuentos de Nii Ayikwei Parkes y Edwige Dro y la novela Camarada Papá, de Armand Gauz, con Pedro Suárez) y prologa novelas de autoras africanas (Amanecía, de Fatou Keita, y Nubes de lluvia, de Bessie Head).

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