Las ruinas de Bilbao
Hoy muchas ciudades parecen recién estrenadas. Los cambios morfológicos, las iniciativas urbanísticas que mutan paisajes enteros, la proliferación de hitos artísticos que enaltecen sitios, las osadías arquitectónicas... Todo eso hace que las capitales que se postulan para ser competitivas en la gran feria mundial de las ciudades, es decir en el proceso de urbanización del capitalismo, aparezcan relucientes, esplendorosas, arrogantes..., nuevas.
En cambio, esos nuevos monumentos, la arrogancia de los volúmenes arquitectónicos, esas nuevas plazas, esos nuevos paseos..., en realidad son ruinas, extensiones desoladas en lo que fueron ciudades anteriores ahora desaparecidas. Bajo esos escombros de aspecto reluciente apenas se hallan algunos restos de una memoria diseminada, evocaciones múltiples que han sobrevivido a la colosal máquina de olvidar en que se ha convertido el urbanismo neocapitalista, un extraordinario dispositivo amnésico que borra todos aquellos elementos que pudieran considerarse superfluos, disfuncionales o contraindicados en relación con las metas ideológicas a alcanzar, al servicio de la construcción afectual, simbólica y escenográfica de una filiación identitaria que requiere la negación de lo que se fue y se continua siendo ahora en secreto, supresión de raíz de todo recuerdo impertinente o inútil en orden a producir una cultura urbana homogénea y una mística de la ciudad.
Bilbao es un buen ejemplo de ello. La gran operación de cirugía estética a que ha sido sometida en los últimos años no ha sido solo un ejemplo de reconversión en clave mercantil de las formas y funciones que constituían la ciudad, sino también elemento escenográfico a partir del cual promocionar algo parecido a un nuevo patriotismo urbano, a cargo de unos ciudadanos fascinados por el espejismo que habitaban y ávidos por colaborar en su sostén. Ese es el asunto sobre el que han versado publicaciones recientes, como los apartados dedicados a Bilbao en las compilaciones de Andeka Larrea, Euskal Hiria (ex-Liburak, 2012) y de Josepa Cucó, Metamorfosis urbanas (Icaria, 2013), y de manera monográfica, los libros de Joseba Zulaika, Crónica de una seducción (Nerea, 1997), y de Andeka Larrea y Garikoitz Gamarra, Bilbao y su Doble (Martxoak, 2007).
Una última crónica de la destrucción de Bilbao —por emplear la figura que propone Juanjo Lahuerta para otra ciudad (La destrucción de Barcelona, Mudito, 2008) — es La vieja Luna de Bilbao, de Joseba Zulaika (Nerea, 2015), en la que el autor teje una autobiografía que es también la biografía de la ciudad por la que merodean sus recuerdos. Todo trajina por las calles de un Bilbao que o ya no existe, transformada en los restos de un naufragio —el del propio Zulaika— entre el naufragio de toda su generación.
Zulaika habla de la resurrección de Bilbao, pero todo lo cuenta se antoja más bien la crónica de una agonía, el gigantesco estertor de un héroe de piedra y acero que es mostrado al mundo ahora como una grandilocuente parodia de sí misma. Recorriendo ese escenario de sombras relucientes que preside el Guggenheim, el autor reconoce a brincos nombres, obras y momentos que forjaron una ciudad que ya no es de hierro: la fundación y los avatares de ETA, Oteiza, la versión vasca de la teología de la liberación, Lucia y Fernando, Balenciaga, los paseos con Wilson, el asesinato de Ybarra, la poesía de Aresti, Yoyes, la Virgen de Begoña... Todo ello salpicado con un pensamiento que sazonan y desazonan William Blake, Kierkeggard, Unamuno, Zizek, Lacan... Todas esas imágenes y voces se interpelan unas a otras, como en un colosal cuarto de ecos. Zulaika nos recuerda sus recuerdos recorriendo una ciudad que se presume a sí misma nueva, cuando no puede ser mucho más que la sombra de su vieja luna, aquella a la que cantara alguna vez Bertolt Brecht.
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