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Las siete semanas santas que vivirás a lo largo de tu vida

No todo el mundo celebra estas fiestas pero sí que afectan a todo el mundo y de manera muy distinta

Un hombre consulta su móvil ante una procesión en Santiago de Compostela
Un hombre consulta su móvil ante una procesión en Santiago de CompostelaREUTERS (Cordon Press )

Uno

Vas de la mano de tu madre, que es algo así como tu diosa pero más accesible y menos temible. Tienes seis años, cualquier cosa que pase a tu alrededor te despierta curiosidad. A veces la curiosidad viene dada por el miedo, como los capuchones que te recuerdan al Ku Klux Klan. Otras veces viene dada por el orgullo, como cuando ves a tu hermano mayor de costalero, con la cara como un tomate de aguantar el peso de la figura; o la envidia de ver a tus compañeros de colegio en la procesión, siendo objeto de atención de todo el mundo. Tú no estás en la procesión; tú miras, como todo el mundo, en silencio.

Dos

Estás detrás de tu padre, que es algo así como tu dios pero menos accesible y más temible. Tienes doce años. Te han obligado a ir con ellos. Como cada año. No es una cuestión de fe sino de familia. Hay cosas que tienen que hacerse. Porque sí. Desde ver las procesiones en familia hasta creer en algo, lo que sea. No haces mucho caso a la procesión. Toda tu energía está concentrada en una sola cosa: que se note tu desagrado. Te desagrada la devoción de tu abuela, que no aparta la mirada de los pasos; te desagrada la indiferencia de tus padres a tu desagrado. A ellos solo les interesa que tú estés ahí con ellos, no importa que sea de morros y resoplando. Tu sola presencia, aunque sea hostil, les reconforta. Como un dios. Tú eres el dios de tus padres, absolutamente inaccesible y temible.

Tres

Dejas atrás a tus padres viendo la procesión. Tú has quedado. Tienes 16 años y desprecias la religión y las tradiciones, desde las sociales como la Semana Santa hasta las más inocentes, como hacer cosas en familia; has olvidado (mentira) el nombre del santo o el mártir o el paso al que rendía culto la cofradía de tu padre. Tu nueva cofradía te espera. Tu pandilla. Tus amigos son todo lo que te importa, todo en lo que crees. Te has convertido a un culto politeísta. Siempre llegas tarde, pero basta que la gente te lo impida para que te resulte insoportable hacer esperar a tus amigos. Os pasáis la tarde de risas, construyendo una mitología propia, improvisada y cambiante, que también olvidaréis (mentira).

Cuatro

Estás rodeado de tus amigos. Habéis quedado para ver la procesión. Por curiosidad. No teníais nada mejor que hacer, así que os habéis animado a ver qué se cuece. No paráis de hacer comentarios sobre lo siniestros que son los uniformes y lo absurdo que es cargar con una estatua. Y claro, la gente a vuestro lado os llama la atención. Los jóvenes no respetáis nada. La única diferencia que encuentras entre una procesión de Semana Santa y el desfile de los Reyes Magos es que en la segunda regalan caramelos. Es una fiesta. La Semana Santa no te parece festiva. No te parece nada, porque a los 20 años la Semana Santa no existe en tu pensamiento; pero si pensaras algo de ella sería negativo. A tu edad ver una una procesión únicamente puede darse como plan improvisado –y, dicho sea de paso, muy poco probable- que solo sirve para llenar un vacío. Un vacío que nada tiene de religioso.

Cinco

Te pasas el día sacando el móvil del bolsillo para ver si hay alguna novedad. Tienes 30 años. En Facebook e Instagram varias personas –amigos, según las redes sociales- han publicado fotos de procesiones, por la belleza folclórica de estas o por el fanatismo que evocan; en Twitter solo hay comentarios críticos, cuando no claramente ofensivos. Tú también publicas algo, cualquier cosa. Quieres interacciones. Los ratos que no estás mirando la pantalla del móvil los pasas buscando tu reflejo. Cada vez que el metro atraviesa un túnel aprovechas para peinarte; el escaso reflejo en los escaparates es más que suficiente para comprobar que no llevas la camisa arrugada. Valoras tu imagen. Le rindes culto. Tú eres tu propio dios, y no hay deidad menos piadosa –y más exigente- que tú mismo.

Seis

Estás en cama con tu pareja, a quien adoras. Tienes cuarenta años y un trabajo, y las dos cosas te pesan. Hoy es festivo (jueves santo o viernes santo o domingo de ramos), y si quisieras rezar lo harías en casa. Pero no quieres rezar. Quieres descansar. Y eso haces todo el día. Desayunas tranquilamente con tu pareja. En las noticias ves diferentes formas de pasar la Semana Santa, entre ellas gente autoflagelándose. Tú prefieres descansar. Echáis una siesta como Dios manda con el épico runrún de Los diez mandamientos u otra película de la Biblia en la tele. Más tarde, sexo. El sexo en día santo es una actividad de descanso, que se hace sin prisa, como cualquier otro pasatiempo; a diferencia de los días aconfesionales, cuando el sexo es un desahogo que se hace para descargar tensiones. A medida que cae la tarde descansas con el sonido de la procesión en la calle, que a ratos confundes con una manifestación. Por la noche te duermes lamentando tener que madrugar al día siguiente, pero rezando por no perder tu trabajo –ni tu pareja-. Contradictorio. Como la religión.

Siete

Estás en casa, tu santuario. Tienes cincuenta y cinco años. Te sientas en el sofá para ver la peli de turno sobre algún pasaje de las Sagradas Escrituras. Tu hijo ha tenido que echarse a un lado para cederte tu sitio. Tu sitio es sagrado. Como las Escrituras. En todo caso, el único que puede ocuparlo es tu perro, al que adoras; tanto que el resto de tu familia siente celos. Tu pareja se cela porque le das más cariño al perro que a ella. Envidia. Tus hijos también, pero jamás lo admitirán. Soberbia. Tu perro nunca se queja, no te responde; y te adora tanto como tú lo adoras a él. Vuestra fe el uno en el otro es un culto de conveniencia. A tu edad necesitas volcar tu fe en algo que no te castigue, algo fácil y seguro. Y con Dios nunca se sabe. A tu edad la seguridad es una necesidad. Pereza.

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