"Somos una superpotencia del desarrollo"
Esta entrada ha sido escrita por Iliana Olivié(@iolivie), delReal Instituto Elcano y Universidad Complutense de Madrid.
Andrew Mitchell, exministro británico de desarrollo. Foto: Wikipedia.
Hace menos de un mes, ISGlobal organizó una expedición a Londres en la que participamos analistas de think tanks, diputados españoles y un miembro del gobierno. La idea, como ya se ha explicado explicadoen posts anteriores de este blog, era ver algo más de cerca cómo se organiza la cooperación británica. Se analizaba lo que sí y lo que no debería aprender la cooperación española de la británica –más vieja y más grande– desde el punto de vista, sobre todo, de su contribución al desarrollo y a la reducción de la pobreza –value for money, eficacia, instituciones sólidas y compromiso de estado o, por el contrario, incoherencia entre discurso y asignación de la ayuda o cierta connivencia con regímenes corruptos–.
Además, la cooperación británica también se plantea como una forma de “desplegar una diplomacia de la ayuda”. Y es que, durante una reunión en el Parlamento Británico con Andrew Mitchell, quien fuera ministro de desarrollo del Reino Unido entre 2010 y 2012 así lo expresó: “we are a development super power” ("somos una superpotencia del desarrollo"). Se trataba, sobre todo, de remarcar las diferencias entre la proyección exterior británica y la de otros pesos pesados, como por ejemplo Estados Unidos, quien pone un mayor acento en la dimensión militar.
¿Y por qué será? Como ya se ha señalado anteriormente, los países suelen embarcarse, mantener o reforzar sus políticas de cooperación internacional para el desarrollo como resultado de una combinación de motivos: por compromiso con los valores de una comunidad internacional, por su capilaridad –la política de cooperación llega a rincones que otras políticas bilaterales o multilaterales no llegan–, porque es, casi por definición, la cara amable de un país en otro, porque permite ejercer influencia y poder… De hecho, si la ayuda al desarrollo fuera un mero mecanismo de redistribución internacional, por el cual los países ricos canalizan rentas a los pobres, no se entendería que países en desarrollo y/o emergentes cuyas poblaciones sufren importantes privaciones como Brasil, India, China, Venezuela o Arabia Saudí hayan desarrollado y potenciado sus propios programas de ayuda al desarrollo.
En el caso del Reino Unido, se nos dijo, prevalece el objetivo de lucha contra la pobreza y contribución al desarrollo global, sí, pero con los ojos puestos en un horizonte en el que la sociedad británica se verá más beneficiada en un mundo con unos socios más desarrollados –más estables, con mayor capacidad de consumo, con mayores posibilidades de comerciar– que en un contexto desigual e inestable.
Pero entonces, ¿el objetivo es ligar la ayuda a la compra de bienes y servicios británicos? ¿o participar en fondos globales sólo para situar miembros del gobierno o de la administración en puestos clave de los organismos multilaterales? De ninguna de las maneras, según ese discurso. En este modelo, lo que se integra en los objetivos de la acción exterior es el desarrollo, no la cooperación. El fin es lograr la confianza y el desarrollo de los socios en beneficio propio; algo que puede auto-sabotearse con tácticas de corto plazo como la ayuda ligada o la pugna con otros países por los puestos clave.
Si esto fuera así, entonces a lo mejor podríamos pensar en, por ejemplo, tres posibles modelos de donante, que responderían a tres distintas formas de imbricar la cooperación al desarrollo en la acción exterior. Los estrategas, que sustentan su acción exterior en, entre otras cosas, el desarrollo global, los tácticos, que integran la cooperación –no el desarrollo– en la acción exterior, instrumentalizándola para otros objetivos y los divorciados, en los que se aísla la política de ayuda del conjunto de la política exterior.
Y España, ¿dónde querría estar?
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