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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los retos de Salman

Occidente debe vincular su alianza con Arabia Saudí a la reforma de la monarquía absoluta

El nuevo monarca saudí ha llegado al trono en un tiempo de desafíos sin precedentes, enmarcado por el caos regional y un consentido desplome del petróleo. En los primeros días de su reinado, Salman, un hombre de 79 años, enfermo y de perfil tradicionalista, ha estampado su flamante autoridad con destituciones y nombramientos fulminantes en ámbitos clave —como la seguridad, la inteligencia, la justicia o la economía— a los que el tiempo otorgará cabal significado.

En un Oriente Próximo volcánico, el ordenado relevo saudí es más crucial que nunca. El principal productor mundial de petróleo no solo alberga los dos lugares más sagrados del islam, sino que se considera faro de los musulmanes suníes y único freno a la influencia creciente del Irán chií, embarcado en la consecución del arma atómica. La pugna por la hegemonía entre Riad y Teherán alimenta las guerras civiles de Irak y Siria y la descomposición de otros países de la zona, desde Yemen a Libia.

En ese contexto, la sucesión ordenada del fallecido Abdulá por su hermanastro Salman es solo un escalón en una sucesión de retos formidables. Los peligros que acechan la estabilidad saudí y a su monarquía gerontocrática no proceden solo de un exterior progresivamente caótico, donde Yemen, el vecino del sur, representa el último ejemplo de un aliado que se desmorona mientras Al Qaeda gana imparablemente terreno. El rey Salman afronta simultáneamente una situación interna compleja e inquietante, en la que las rivalidades entre miembros de la opaca dinastía reinante representan solo un capítulo.

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Arabia Saudí es una monarquía feudal con desprecio absoluto por los derechos humanos (donde se decapita a supuestas adúlteras o se flagela públicamente a un bloguero) y una insuperable intolerancia religiosa. Una realidad que pone agudamente de relieve el doble rasero de las potencias democráticas en sus tratos con Riad. La ambivalencia saudí consiente en permitir que sus bombarderos ataquen al Estado Islámico con los de EE UU y gastar al mismo tiempo fortunas en exportar una visión fanática del islam, que constituye uno de los cimientos doctrinales del yihadismo. Ese fundamentalismo que emponzoña el mundo exterior resulta también tóxico para el futuro de una dinastía que debe evolucionar si quiere mantener el control de una sociedad donde los jóvenes son mayoría, las mujeres comienzan a tener voz e Internet se abre paso.

Editoriales anteriores

Si Arabia Saudí quiere mantenerse como un foco de estabilidad en una región convulsa es necesario que comience a aceptar un atisbo de pluralismo en política y religión. Como lo es que cambie el carácter, ahora marcadamente servil, de las relaciones de las potencias democráticas con Riad, que con EE UU a la cabeza garantizan a cambio de petróleo la seguridad de la monarquía árabe. Por el beneficio de ambos mundos, esa estrecha alianza debe condicionarse al reformismo de un reino anacrónicamente pretérito.

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