Ese dolor llamado Haití (1ª parte)
Hace cinco años, Haití se transformaba en una montaña de escombros.
Más de 250 mil personas murieron como consecuencia de un desastre que algunos llamaron “natural”. Casi dos tercios de la población más pobre, en un país donde casi todos son pobres, perdieron sus casas, sus pocas pertenencias y muchos seres queridos. Hace cinco años, Haití volvía a ser noticia mundial y a generar una ola de promesas de ayuda y cooperación, gran parte de las cuales se fueron desvaneciendo, sin que nunca llegaran a concretarse. Hace cinco años, en Haití, ocurría lo que se sabía que podía a ocurrir y lo que sabemos que probablemente vuelva a suceder: un sistemático desprecio hacia la vida humana que se ha repetido sin solución de continuidad ante la indiferencia o la complicidad de sus gobiernos y de una comunidad internacional que hace de la solidaridad con este pequeño país del Caribe una de sus más frecuentes imposturas.
Muchos denunciaron que, a medida que pasaran los años, pocos se acordarían del terremoto de Haití. El vaticinio parece aplicarse de forma clara a la prensa latinoamericana, la cual casi ni mencionó y siquiera analizó los avances y retrocesos del país, pasada media década del episodio. Tampoco lo hicieron buena parte de los portales de noticias, inclusive los más progresistas y de izquierda, que solaparon el hecho como si se tratara de un tema menor o quizás poco relevante en un escenario mundial convulsionado por el brutal atentado a la revista francesa Charlie Hebdo.
La indiferencia de la prensa latinoamericana puede contrastarse con el espacio que le dedicaron al asunto algunos de los principales periódicos del mundo, como Le Monde, The Guardian o El País, que durante la semana previa y el mismo 12 de enero, publicaron diversos reportajes sobre la coyuntura haitiana a cinco años del desastre. En sus notas, los tres periódicos destacaron el limitado alcance e impacto de la cooperación internacional para contribuir con la reconstrucción del país; la cada vez más intensa y aguda crisis política local; así como la multiplicación de injusticias y problemas sociales, particularmente en el campo de la vivienda, las cuales persisten y se agudizaron desde el terremoto del 2010.
Sin embargo, dos temas fundamentales en el análisis de las perspectivas actuales y futuras de Haití pasaron casi inadvertidos en las pocas crónicas publicadas al respecto: el papel desempeñado por la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas, la MINUSTAH, y el agravamiento de las relaciones entre Haití y República Dominicana. Dos temas de enorme importancia que deberían no sólo activar la preocupación informativa y analítica de la prensa latinoamericana y caribeña, sino también ocupar el centro de las atenciones de los gobiernos y de las sociedades de la región.
Como siempre, Haití sólo parece ser noticia cuando varios miles de haitianos pierden la vida porque la tierra tiembla, porque son invadidos por alguna potencia imperial o porque se abate sobre su pueblo una dictadura bestial.
La MINUSTAH
La Resolución 1542, aprobada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 30 de abril del 2004, estableció que, en un contexto de gravísima crisis política y ante la “firme determinación de preservar la soberanía, la independencia, la integridad territorial y la unidad de Haití”, se establecería en el país una fuerza internacional compuesta por 6.700 efectivos militares, 1.622 policías, 550 funcionarios civiles internacionales, 150 voluntarios y 1.000 miembros de personal civil local, que debería contribuir con el establecimiento de un “entorno seguro y estable” para el restitución del estado de derecho y el orden público. La Misión fue establecida con el mandato de contribuir con la reforma de las fuerzas policiales locales; proteger a la población civil; apoyar la estabilidad política; ayudar al desarrollo de elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales libres y transparentes; así como promover y proteger los derechos humanos, entre otras responsabilidades.
Inicialmente, la MINUSTAH debía cumplir sus tareas en seis meses. Lleva en el país más de diez años.
Los efectivos militares, bajo el comando de Brasil, corresponden a los ejércitos de Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Chile, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Filipinas, Francia, Guatemala, Honduras, Indonesia, Jordania, Nepal, Paraguay, Perú, República de Corea, Sri Lanka y Uruguay. Los agentes de policía a las fuerzas de Argentina, Bangladesh, Benin, Brasil, Burkina Faso, Burundi, Camerún, Canadá, Chad, Chile, Colombia, Côte d'Ivoire, Croacia, Egipto, España, Estados Unidos, Federación Rusa, Filipinas, Francia, Granada, Guinea, Guinea-Bissau, India, Jamaica, Jordania, Kirguistán, Lituania, Madagascar, Mali, Nepal, Níger, Nigeria, Noruega, Pakistán, Paraguay, Portugal, Reino Unido, Rumania, Rwanda, Senegal, Serbia, Sierra Leona, Sri Lanka, Tailandia, Túnez, Turquía, Uruguay, Vanuatu y Yemen.
A medida que la permanencia de las fuerzas militares de la ONU se prolongaba en Haití, numerosas críticas a su eficacia comenzaron a multiplicarse dentro y fuera del país. Mediante diversas resoluciones, el Consejo de Seguridad fue renovando o ampliando el mandato de la Misión, aunque sus resultados siempre fueron considerados dudosos o, como mínimo, modestos.
El día 7 de enero de 2006, el jefe militar de la Misión, el general brasileño Urano Teixeira da Mata Bacelar, fue encontrado muerto con un impacto de bala en el cuarto de su hotel, en Puerto Príncipe. El episodio fue caratulado como suicidio, aunque encendió numerosas especulaciones sobre su motivación y, en particular, sobre el trabajo realizado en el país por las fuerzas militares bajo el comando de Brasil.
El terremoto del 2010 le otorgó a la Misión de la ONU un renovado papel en el apoyo a la población civil y en la reconstrucción de la deteriorada infraestructura nacional. Ante el inmenso caos vivido, el Consejo de Seguridad estableció por su Resolución 1927, que el número de cuadros militares y policiales destacados en el país, debería aumentar a más de 13.000 efectivos.
Durante el sismo, 102 funcionarios de las Naciones Unidas perdieron la vida.
Aunque la Misión aumentó numéricamente y diversificó su mandato, las críticas a su accionar y las dudas sobre la necesidad de su permanencia no dejaron de aumentar: numerosas denuncias sobre atropellos y abusos de autoridad, ocupación arbitraria de espacios urbanos, violencia física y sexual por parte de las fuerzas militares, comenzaron a tomar estado público.
En octubre del 2010, un brote de cólera se desató en Haití. La enfermedad estaba erradicada desde hacía ya medio siglo en el país. El origen de la epidemia fue atribuida a las fuerzas de seguridad de Nepal, apostadas cerca del río Artibonito, desde donde comenzó a propagarse la enfermedad. La ONU siempre negó la responsabilidad de las fuerzas nepalíes en el hecho, aunque diversas denuncias se multiplicaron a nivel mundial. Hasta el momento, casi 9 mil haitianos han muerto de cólera y cerca de 700 mil han sido infectados por el virus.
En mayo del 2011, un joven haitiano de 18 años denunció haber sido violado por militares uruguayos. Los efectivos filmaron el hecho y la divulgación del vídeo hizo que la noticia ganara proyección mundial. Dos años más tarde, los cuatro militares uruguayos fueron condenados.
A los habituales problemas de Haití, agravados por el terremoto que devastó el país, se sumó la existencia de una fuerza de ocupación militar que poco parece haber contribuido con la construcción de una institucionalidad democrática estable y segura. Haití vive hoy una enorme crisis política. El proceso electoral, que debería permitir la renovación de autoridades locales y legislativas, se ha suspendido durante meses y, según el acuerdo logrado en las últimas horas, se llevará a cabo a fines del 2015. Considerando los antecedentes, hay serias dudas en que el gobierno nacional vaya a cumplir este plazo. El Presidente Martelly sufre una intensa oposición, que crece en manifestaciones callejeras cuya represión es cada vez más violenta. Aunque la pobreza extrema ha disminuido, las pésimas condiciones de vida, de acceso a un empleo estable, de vivienda y salud dignas, poco han mejorado sustantivamente en la última década. Ha habido un aumento en las tasas de matriculación educativa, aunque ésta se concentra en instituciones privadas que cuentan con subsidio público, en uno de los sistemas escolares más pobres y privatizados del planeta. Las estadísticas de acceso a la educación no pueden ocultar la inmensa precariedad educativa que vive el país y persistente negación del derecho a la educación a la gran mayoría del pueblo haitiano, particularmente, a sus niñas y niños.
Ya no se ven tantos escombros por las calles de Puerto Príncipe, es verdad. Pero Haití continúa siendo un territorio devastado por los intereses económicos y políticos de sus oligarquías; cruzado transversalmente por un sistema de cooperación internacional que no deja de evidenciar enormes fallas, una gran ineptitud operativa y normativa, así como la hipócrita evidencia de que buena parte de los recursos destinados a la asistencia para el desarrollo nacional se gastan en las agencias y empresas de los propios países donantes.
Haití es una nación arruinada por la tutela del Banco Mundial; una institución que, por donde ha pasado, en América Latina y el mundo, ha sembrado miseria y planes de ajuste que en nada han beneficiado el acceso efectivo a mejores condiciones de vida para las poblaciones más pobres y excluidas. En Haití, los planes improvisados y de muy dudosa justificación técnica del Banco Mundial sólo han contribuido a privatizar y fragilizar aún más una esfera pública degradada por el abandono histórico y por los escombros que cubrieron algunos de sus principales ministerios hace ya cinco años. Habrá que esperar quizás una década para que, como ya ha ocurrido casi siempre en todos los sitios, descubramos que las políticas del Banco Mundial han tenido un impacto negativo en la generación de bienestar y justicia social, expandiendo dinámicas mercantiles y competitivas en las políticas sociales. Una década para descubrir que, nuevamente, el discurso de los derechos humanos se ha usado como una hipócrita coartada para gastar millones de dólares en programas experimentales que no parecen beneficiar a nadie más que a los tecnócratas que los idealizan.
Para mal de males, la MINUSTAH, no sólo no parece cumplir su mandato con eficacia, sino que crea problemas que el país no tenía y amplifica la sensación de inseguridad, de prepotencia, de invasión y de afrenta a la soberanía nacional que siente gran parte de la sociedad haitiana.
¿Cuándo se irá la MINUSTAH de Haití? No se sabe a ciencia cierta. Su mandato ha sido prorrogado hasta el 15 de octubre del 2015.
El ex presidente uruguayo José Mujica declaró en diversas oportunidades ser favorable al retiro de las tropas de su país en Haití. El ex presidente brasileño Lula, sostuvo a comienzos del año pasado, que es necesario "sustituir la vertiente de la seguridad por la del desarrollo", lo que implicaba más cooperación y con nuevas finalidades en Haití. Consideró que las futuras elecciones presidenciales, previstas para el 2016, debían ser límite para la "devolución al pueblo haitiano de las responsabilidades de su seguridad" y sostuvo la necesidad de una Conferencia de la ONU sobre Haití, evaluando lo que fue realizado durante estos últimos diez años y lo que debería ser realizado a partir de ahora.
Por su parte, el Premio Nóbel de la Paz, el argentino Adolfo Pérez Esquivel, ha desarrollado una amplia campaña internacional, exigiendo el retiro inmediato de las tropas de la ONU en Haití.
Reconstrucción lenta. Abajo: así quedó el Palacio Presidencial de Haití luego del terremoto del 12 de enero del 2010. Arriba: así se encuentra hoy el espacio ocupado por la sede el gobierno nacional haitiano. Fotos: Héctor Retamal / Juan Barreto (AFP). Ver la excelente fotogalería de El País, Haití: cinco años después del seísmo.
No cabe duda que la inestabilidad democrática, la violencia política, la negación de los más elementales derechos humanos, la inexistencia de políticas destinadas a construir de forma efectiva una esfera pública de protección y promoción del derecho a la salud, a la educación, a la vivienda digna y al empleo decente, no pueden ser atribuidas al fracaso de la MINUSTAH. Sin embargo, no deja de ser evidente que debería ser motivo de una seria y criteriosa evaluación pública los resultados logrados hasta el momento por la acción militar y policial en Haití, así como las razones que justifican la permanencia de tropas internacionales en la isla. Semejante evaluación no debería ser encargada apenas a las propias fuerzas militares que actúan en el país, sino también al gobierno y a la sociedad civil haitiana, a sus organizaciones sociales y populares.
Las denominadas fuerzas de paz de la ONU se destinan a “crear las condiciones adecuadas para una paz duradera en un país desgarrado por un conflicto”. Si era esta o no el escenario haitiano de diez años atrás sería motivo de controversia. Lo que no cabe duda es que no lo es hoy. Haití no es una amenaza a la paz mundial o regional. Lo que Haití significa es una amenaza a la conciencia democrática de todos los pueblos del mundo, por sus extremas condiciones de pobreza y desigualdad, por las inimaginables condiciones de penuria y dolor que ha provocado un terremoto que mató más de 200 mil personas en algunos pocos segundos y por el persistente avasallamiento de los derechos humanos que ha sido llevado a cabo en el país por sus gobiernos antidemocráticos y por las potencias imperiales que invadieron el país, expropiaron sus riquezas y contribuyeron a sembrar la inestabilidad política e institucional que sigue haciendo tambalear sus instituciones, aunque, por el momento, la tierra haya dejado de temblar. Si esta es la crisis que vive el país, la solución no puede depender del envío de tropas militares o agentes policiales.
En este sentido, hay una profunda crisis en el mandato atribuido y cumplido por la Misión Internacional de la ONU. Y esto no puede ser solapado u ocultado, particularmente, por y en los países cuyos ejércitos y fuerzas policiales asumieron el compromiso de ayudar a que Haití pueda volverse una nación más justa y democrática. Una cuestión que interpela claramente a América Latina, que contribuye con más del 70% de los efectivos que ocupan esta nación.
No deja de ser una elocuente paradoja que, en una década en la que se ampliaron y diversificaron significativamente los mecanismos de integración regional latinoamericanos y caribeños, gran parte de nuestros países continúen mandando más militares que médicos, ingenieros, docentes, agrónomos o trabajadores sociales a la isla. Que la principal “ayuda” brindada al país siga siendo el envío de militares y policías que pertenecen a ejércitos o fuerzas de seguridad públicas que tienen más experiencia en violar los derechos humanos en sus propios países que en el defenderlos en los ajenos.
Creo que ninguna persona medianamente informada dormiría tranquila sabiendo que en la esquina de su casa hay un destacamento policial mixto con agentes de Argentina, Bangladesh, Benin, Brasil, Burkina Faso, Burundi, Camerún, Chad, Chile, Colombia, Côte d'Ivoire, Egipto, Filipinas, Granada, Guinea, Guinea-Bissau, India, Jamaica, Jordania, Kirguistán, Lituania, Madagascar, Mali, Nepal, Níger, Nigeria, Pakistán, Paraguay, Rwanda, Senegal, Sierra Leona, Sri Lanka, Tailandia, Túnez, Turquía, Uruguay, Vanuatu y Yemen. En casi todos estos países las policías han demostrado una enorme impericia para actuar preservando los derechos humanos de la población. En muchos, son organizaciones atravesadas por la corrupción, por una inmensa incompetencia y una sistemática falta de preparación profesional. Cuando la policía de esos países hace abuso de su autoridad, suele matar impunemente a jóvenes pobres, negros, indígenas, campesino, villeros, favelados, excluidos, olvidados. Hay tantos miles de jóvenes con estas características en Haití, que no parece ser la policía un buen medio para ayudarlos a encontrar los motivos de su confianza en el futuro de un país que los desprecia y los ha despreciado siempre.
Tampoco creo que ningún latinoamericano que haya vivido o conocido algo de lo que ocurrió durante los últimos cincuenta años en la región, crea en su sano juicio que el ejercito argentino, boliviano, brasileño, chileno, ecuatoriano, salvadoreño, guatemalteco, hondureño, paraguayo, peruano o uruguayo podrían ayudar a cualquier país del mundo a volverse más democrático, estable, seguro, transparente en sus normas institucionales y efectivo en el ejercicio de su democracia. Durante buena parte de los últimos cien años, estos ejércitos se dedicaron a hacer exactamente lo contrario en sus propios países, violando la vida, produciendo la desaparición forzada, el asesinato y la prisión ilegal de miles de ciudadanos y ciudadanas.
América Latina debería exportar defensores de los derechos humanos al mundo, especialistas en salud pública, educadores populares, jóvenes voluntarios y militantes dispuestos a trabajar por la igualdad y la justicia social. Es lo mejor que tenemos y que siempre hemos tenido. Sin embargo, exporta militares y policías con la esperanza de que algún día la comunidad internacional nos reconozca el lugar que nos merecemos en el control de la seguridad y de la paz del planeta.
El ex presidente Néstor Kirchner, mientras ocupaba la Secretaría Ejecutiva de la UNASUR, en agosto del 2010, creó una oficina especial de coordinación de la cooperación de dicho organismo con Haití, la Secretaría Técnica UNASUR-Haití, cuya dirección le fue confiada a una de las grandes personalidades del campo de los derechos humanos latinoamericanos, el embajador argentino Rodolfo Mattarollo, quien fallecería en junio del año pasado. El hecho significó un importantísimo avance en las tradicionales formas de cooperación regional existentes hasta el momento. Se abrió con esta iniciativa, un espacio de enorme valor para avanzar en acciones regionales más coordinadas y efectivas. Un ámbito como la Secretaría UNASUR-Haití también crearía las condiciones para el necesario debate sobre los criterios normativos y técnicos que, a partir de la cooperación desarrollada con el país, contribuyan a definir mejores instrumentos legales y estrategias más efectivas de ayuda a los países de la región en futuras situaciones de emergencia. En otro marco, pero también referido al caso de Haití, Xavier Castellanos y Sergio Ferrero Febrel realizan aportes significativos sobre la necesidad de marcos regulartorios y normativos sólidos para hacer que la ayuda internacional en situaciones de catástrofes humanitarias sea efectiva. Esta es una de las contribuciones que la UNASUR debería realizar a Haití; una contribución que estaba implícita en la propuesta de una Secretaría Técnica de cooperación con el país.
El desafío sigue abierto, cinco años después del terremoto.
Aunque el aporte de esta iniciativa ha sido muy importante, su escala no deja de poner en evidencia la necesidad de un compromiso muchísimo más amplio por parte de América Latina con una de las naciones más pobres y abandonadas del continente. Los miembros de UNASUR constituyeron un fondo de ayuda a Haití de 100 millones de dólares. El informe de la Secretaría Técnica del 2012, mostraba la ejecución de proyectos por un valor cercano a los 7 millones de dólares. El presupuesto de la MINUSTAH para el mismo año ascendió a más de 793 millones de dólares. Para mantener militares y policías en la isla, además de un amplio ejército de funcionarios civiles, se gastó, en un año, 113 veces más que lo que gastaron los países de la UNASUR para el desarrollo en Haití de proyectos de salud pública, asistencia legal, agricultura familiar (como la excelente iniciativa del programa Pro-Huerta promovida por Argentina), la reforma del Código Procesal Penal, la formación de funcionarios del poder judicial, la promoción de los derechos humanos y la proyección de un plan de viviendas populares, entre otros. La construcción de un hospital con recursos del mismo organismo, inaugurado en homenaje al Presidente Néstor Kirchner en junio del 2013,, costó cerca de 700 mil dólares. Con el presupuesto de la MINUSTAH del año 2012, se podrían haber construido más de 1.130 hospitales como este. Los recursos aprobados por Naciones Unidas para el período julio 2014 – junio 2015 corresponden a 509.554.400 dólares. Estimando un promedio presupuestario de la MINUSTAH en 600 millones de dólares anuales, durante los últimos 10 años, se ha gastado en las fuerzas militares que ocupan la isla, alrededor de 6.000 millones de dólares. Con estos recursos se podrían haber construido 3.000 hospitales, 2.000 escuelas y se podría haber distribuido una asignación mensual de 50 dólares a los más de dos millones de haitianos y haitianas en situación de extrema pobreza durante tres años, lo que significaría erradicar la pobreza extrema en Haití. Si este tipo de ayuda fuera considerada demasiado “populista”, seguramente, se podrían haber iniciado con estos recursos miles de emprendimientos productivos que generarían empleo y bienestar a millones de haitianos. Nada de esto se hizo. Ese dinero de la comunidad internacional, y particularmente aportado por los gobiernos latinoamericanos, se gastó en militares y policías que permanecen en el país garantizando una estabilidad que no garantizan; formando una policía que no se forma; promoviendo la realización de elecciones que no se realizan; ampliando el acceso a derechos humanos que no se amplían. Lo que sí se ha comenzado a recomponerse en el país es la ruta del tráfico de drogas que puede volver a transformar a Haití en uno de los circuitos más dinámicos de distribución de estupefacientes del Caribe hacia los Estados Unidos. Conociendo los antecedentes de algunos de los ejércitos y policías latinoamericanas en el “combate” al tráfico de drogas, no creo que debamos confiar en que el asunto será solucionado por esta vía.
En Haití, como en cualquier sitio, los ejércitos salen caros. La pregunta es qué tipo de ayuda necesita hoy el país y en qué medida tiene sentido seguir invirtiendo tantos recursos económicos en una fuerza de seguridad internacional cuyo mandato es incierto y cuya presencia continúa socavando la casi siempre maltratada soberanía haitiana.
El Caribe es un espejo en el que América Latina nunca debería dejar de mirarse. En algunos casos, para hincharse de utopía. En otros, para tener el coraje de no ocultar las lágrimas de dolor y de vergüenza que inundan nuestra memoria.
(continúa…)
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