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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hablar por hablar

Los discursos pronunciados por los políticos adolecen cada vez más de falta de contenido

SOLEDAD CALÉS

Decía Eugenio D'Ors que en Madrid a cierta hora de la tarde dabas una conferencia o te la daban. En Madrid, en Sevilla, en Barcelona o en Santa Cruz de Tenerife: siempre hay alguien dispuesto a darte una conferencia, y también hay (menos, la verdad) gente dispuesta a escucharla.

Las conferencias tienen su mérito, en líneas generales, porque el que te la coloca está obligado, generalmente, a decir algo nuevo, o por lo menos a entretener a la audiencia para impedir que caiga en el sopor. Hay un mérito en los conferenciantes: salvo excepciones, ellos se preparan sus alocuciones, las escriben ellos. Los hay que tienen negros, pero alguno ha llegado a premio Nobel habiendo sido asistido por esos escritores fantasmas que escriben por otros.

Lo malo de estos parlamentos públicos es cuando se dicen sólo para entretener a señorías que van por compromiso a inauguraciones y a otros fastos cuyo interés es simplemente llevar el papel y leerlo para que la prensa se haga eco del vacío que contienen esos discursos.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
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Eugenio D'Ors hablaba de las conferencias que te endilgan por la tarde; estos discursos, de políticos, de altas personalidades, de miembros del Gobierno, son textos inanes que, además de no pesar nada, no van a ninguna parte, no anuncian novedad alguna, no divierten a nadie y además proliferan como setas. Y todos caen en ellas, y además todos los periodistas caemos, día tras día, semana tras semana, año tras año, en la contemplación abobada de eso que se dice y que no se está diciendo. La constancia, además, de que las altas representaciones del Estado, los miembros del Gobierno (y de la oposición) están, en realidad, utilizando el trabajo de negros para hablar por hablar atosiga aún más a la audiencia.

Esto del parlamento público dicho, en inauguraciones y otros fastos, por las más variadas personalidades ha llegado a constituir un negocio. Cada vez que, en la época del apogeo de Gürtel, el Gobierno o un ayuntamiento (del PP, por más señas) inauguraba un puente, un ala de un aeropuerto o cualquier guirnalda urbana de determinado postín, allí había un grupo de aprovechados que ahora purgan sus culpas. Culpas que amasaron, como el dinero, oyendo hablar por hablar.

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