Napolitano, fin de época
Con su dimisión, pasa a la historia el comunismo que quiso cambiar el mundo desde la democracia
Conocí a Giorgio Napolitano en julio de 1988, acompañando a Manuel Azcárate en un simposio organizado por el Instituto Gramsci, de estudio y solidaridad con la primavera de Praga. Casi veinte años después pronuncié su laudatio con ocasión de su nombramiento como doctor honoris causade la Complutense. Entre ambos momentos, las circunstancias políticas y las personales de Napolitano habían cambiado. En enero de 2007 era ya presidente de la República, designado por el hoy Partido Democrático, mientras en 1988 agonizaba el PCI, a punto de un cambio de piel que Napolitano había auspiciado, sin que por ello superara su posición minoritaria en el partido, tildado de “reformista”.
En la estela de Giorgio Amendola, Napolitano representaba la inserción de una componente humanista y liberal en el comunismo italiano. A diferencia de los partidos español y francés, el PCI no fue una simple hijuela del PCUS, habiendo configurado por medio de Gramsci y de Togliatti una tradición intelectual propia, de raíz hegeliana e historicista. El eurocomunismo, esto es, el comunismo de vocación democrática, tuvo así en Italia un contenido propio, bien diferente de la rigidez leninista del PCF y de la cuadratura del círculo buscada entre nosotros por Carrillo, para quien procedía de la adopción táctica por Stalin de la democracia desde el partido de siempre. Al igual que Berlinguer, Napolitano hacía suya la advertencia que hiciera Togliatti a Ernst Fischer antes de 1945: “Si algún día regresamos a nuestros países, hemos de tener presente desde un principio que la lucha por el socialismo significa lucha por mayor democracia. Si nosotros, los comunistas, no nos convirtiésemos en los más consecuentes demócratas, la historia nos arrollará”. En la entrevista con Hobsbawm de 1975, Napolitano defiende en el mismo sentido al parlamentarismo como “hecho irrenunciable de la organización de la vida democrática”, sin partido vanguardia alguno. Solo cabía entender el camino del socialismo sobre “amplias bases de consenso y participación democrática”.
Faltaba para ello cortar el cordón umbilical con el sistema soviético, difícilmente conciliable con la defensa de la democracia. Togliatti lo rechazó (Hungría 1956) y el PCI solo abordó la tarea paso a paso después de condenar la invasión de Praga por el pacto de Varsovia en 1968. Para Napolitano, el comunismo ruso negaba el pluralismo democrático y desembocó en una pura catástrofe, que solo servía para invalidar toda política justificada únicamente por sus fines. De ahí que sea el primero que en sus posiciones críticas, “va más allá de los confines” del comunismo. A diferencia suya, la profesión de fe democrática de Berlinguer en Moscú, estuvo acompañada de vacilaciones, de períodos de repliegue criticados por Napolitano, que repercutían sobre la aplicación de la política de coalición reformista con la DC, el “compromiso histórico”.
Para el político italiano, el comunismo ruso negaba el pluralismo democrático y fue una catástrofe
Ante el fracaso del camino hacia el gobierno, con el secuestro y el asesinato de Aldo Moro en 1978, el PCI quedó vacío de estrategia, tentado de volverse sobre si mismo, con la pretensión imposible de ejercer en exclusiva una función dirigente, in mezzo al guado, en medio del vado, según la expresión de Napolitano. Fue entonces cuando planteó sin éxito su alternativa reformista, con un fracaso visible al ser elegido el bueno de Natta, sin vocación siquiera de liderazgo, para suceder a Berlinguer a la muerte de éste en 1984. Sin olvidar que Napolitano nunca tuvo vocación ni rasgos de líder, ni de culo di ferro que a golpe de reuniones se hace con la organización.
No es casual que al proponer el viraje de los 80 se apoye explícitamente en Togliatti. Ante todo, por la reivindicación de una política reformadora, frente al testimonialismo o a las invocaciones identitarias; la política sirve para transformar la realidad, no para hacer gala de ortodoxias. Y también para propugnar una visión de conjunto, en cuyo marco las necesidades del país como tal y del Estado se encuentran por encima de los intereses y de la ideología de un partido. Es el Togliatti del viraje de Salerno, que en plena guerra acepta transitoriamente la monarquía con tal de unificar la lucha antifascista, y que luego da todo su apoyo a la construcción democrática de 1948. Es el Napolitano que desde la presidencia de la República pone, por encima de todo, la consolidación y el restablecimiento de los dañados equilibrios de un régimen democrático en crisis.
El moderador se convierte entonces en guía, en el tiempo que media entre la caída forzosa de Berlusconi y la formación del gobierno Renzi. Los Gobiernos Monti y Letta fueron de hecho Gobiernos presidenciales, y no en vano su promotor recibió el apodo irónico de Re Giorgio. El balance dista de ser negativo. A trancas y barrancas, las reformas democráticas avanzan, el riesgo de hundimiento se aleja, Berlusconi y Beppe Grillo resultan marginados. Dentro de una rigurosa fidelidad al espíritu y a la letra de la Constitución, Napolitano ha sabido salir esta vez de un vado más difícil que el precedente. En Italia gobierna con cierta solidez el Partido Democrático, con su singular líder Renzi, heredero lejano del PCI y del “compromiso histórico”, con ventaja, claro es, de los retoños de la Democracia Cristiana.
La presidencia de la República fue para él todo menos que una sucesión de rituales
De acuerdo con la fórmula acuñada por Benedetto Croce, en sus siete décadas de actividad, Giorgio Napolitano ha probado ser totus politicus, desde sus días de dirigente comunista a los de impulsor de la unidad de la izquierda y de la construcción europea. Pero esto no significa que su personalidad se viera encerrada en el gueto de los debates de partido. Es de sobra conocida su pasión por la literatura y el teatro. Tampoco creyó nunca que la acción política debiera limitarse a dar respuesta puntual a los problemas del momento. Para Napolitano, la política es una dimensión de la actividad humana cuyo sentido procede de una concepción del mundo y del conocimiento de la realidad económica y social, manteniendo tanto las propias ideas como la lealtad y la disciplina hacia el grupo de pertenencia. Una visión amplia que explica sus intensos intercambios y polémicas con intelectuales como Piero Sraffa, Hobsbawm o Norberto Bobbio.
La presidencia de la República fue para él todo menos que una sucesión de rituales. Una vez más le fue necesario poner en práctica su propia máxima de “saber mirar hacia lejos, saber mirar conscientemente al futuro”. Ahora que el agotamiento físico pone cierre a su vida política, su dimisión representa asimismo el fin de una época, la del comunismo que en Italia intentó cambiar el mundo desde la democracia. Se resuelve así la tensión expresada en la metáfora togliattiana: la jirafa, animal estrafalario pero real, se impone al unicornio, ser maravilloso pero por fortuna inexistente.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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