Economía: la hora de la política
La dificultad de gobernar, por excesiva fragmentación del mapa electoral o porque el desafío secesionista de Cataluña se convierta en un problema crónico, puede obstaculizar una recuperación duradera
El crecimiento ha vuelto a la economía española. ¿Para quedarse?
Desde el verano de 2013, los registros trimestrales arrojan tasas positivas de variación del PIB y el año 2014 es el primero, desde que comenzó la crisis, con un crecimiento interanual positivo, por encima del europeo. Los pronósticos para 2015 abundan, con generalidad, en la misma dirección. Noticias excelentes para una economía duramente castigada y que dejan atrás la fase más sombría de lo padecido.
No deben inducir, en todo caso, a un atolondrado optimismo, ofensivo, sin duda, para los muchos que siguen soportando las consecuencias más dramáticas de la crisis. Tendría, además, débiles fundamentos. Alejarnos de las tristes marcas de ser el país con más desempleo entre los avanzados y el más endeudado con el exterior de todo el mundo, en proporción a su renta, llevará tiempo, esfuerzos y sacrificios. Olvidarlo sólo puede conducir a una frustración colectiva.
Pero tampoco el pugnaz pesimismo es una opción consecuente. Porque está comprobado que cuando se adoptan medidas apropiadas, las cosas comienzan a cambiar. La economía y la sociedad españolas han demostrado tener no sólo capacidad de sacrificio sino también de reacción.
El objetivo imperioso ahora es crecer con la intensidad suficiente para eliminar, o hacer remitir significativamente, los gravísimos problemas del desempleo y la fragilidad financiera. Un crecimiento que, para alcanzar esa doble meta, habrá de superar dos tipos de limitaciones que atenazan las posibilidades de desarrollo de la economía española: las secuelas de los recientes desequilibrios y las rémoras que representan algunas deficiencias estructurales.
Tres son los desequilibrios fundamentales aún no corregidos. Primero, un capital inmenso para el que hay pocos compradores: el producto de pasados excesos inversores materializados en un gigantesco stock de viviendas y en infraestructuras públicas con bajísimos índices de ocupación, símbolo todo ello de una etapa de despilfarro y vehículo de corrupción. Segundo, un endeudamiento excesivo con quienes desde el exterior financiaron aquellas inversiones. Tercero, una parte significativa del sistema financiero muy afectada por su protagonismo en tales operaciones. Los dos primeros limitan el crecimiento al reducir la demanda potencial por la necesidad de detraer recursos para los intereses y el desendeudamiento, sin que las inversiones acometidas generen apenas rendimientos. El tercero ha obligado a la economía a compensar pérdidas de las entidades afectadas y ha perturbado largamente una institución tan vital como el crédito.
Es buen gobierno y pedagogía social lo que necesita un país con un 23% de desempleo
Tres son también las deficiencias estructurales más importantes que arrastra, a nuestro juicio, la economía española: una estructura sectorial con escaso peso de la industria, un tamaño medio de las empresas excesivamente reducido y un mercado de trabajo con agudas carencias, incapaz de ajustarse en las expansiones y destructor masivo de empleos en las recesiones. La prolongada destrucción de tejido industrial y el minifundismo empresarial limitan una recuperación vía exportaciones, y hacen aumentar las importaciones, en cuanto crece la demanda. A su vez, el problema del mercado de trabajo malgasta recursos productivos y crea malestar social.
La solución de tales problemas requiere estabilidad y determinación. De ahí la importancia que debe atribuirse a la irrupción de elementos de perturbación institucional, que son especialmente dañinos para una economía muy endeudada con el exterior. Sobre todo, si una parte significativa de esa deuda vence a corto plazo: de acuerdo con las cifras más recientes, la deuda financiera externa bruta española alcanza el 155% del PIB, siendo una tercera parte de ella —es decir, la mitad del PIB de un año— deuda a corto. Será materialmente imposible amortizarla en sus plazos y, en consecuencia, será preciso refinanciarla periódicamente para hacer llevaderos los pagos. Pero la refinanciación exige siempre eliminar en los acreedores y en los potenciales prestatarios las dudas sobre la futura capacidad de pago, y nada crea tanta incertidumbre, desde luego, como la inestabilidad institucional.
Atención, pues, a los dos focos con mayor potencial de inestabilidad hoy: la desafección de los ciudadanos hacia piezas básicas del edificio constitucional y el desafío secesionista en Cataluña. Una evolución negativa de cualquiera de ellos puede dar al traste con las posibilidades de recuperación económica. Recientemente se ha calculado que cada aumento del tipo de interés de 100 puntos básicos resta al crecimiento de la economía española un 0,6%; si consideramos que un escenario institucional adverso haría subir la prima de riesgo muy significativamente, es fácil deducir que los costes, en términos de crecimiento económico, serían casi insoportables. Y tal situación puede producirse al dificultarse la gobernabilidad como consecuencia de la fragmentación excesiva del mapa electoral o al hacerse crónico el desafío secesionista. Si antes tuvo sentido decir que la crisis económica podía derivar en un problema político, ahora la inestabilidad política puede erigirse en obstáculo central para la recuperación duradera de la economía.
Frente a tal cúmulo de dificultades no cabe tampoco la inacción. Se ha conseguido equilibrar el sector exterior, mediante una acusada devaluación interior, y eso proporciona la base para un crecimiento vigoroso. Pero no es suficiente. La sociedad no percibirá las bondades del ajuste macroeconómico si este no va seguido por una expansión intensa y duradera, que reduzca apreciablemente el desempleo. Y esa recuperación, que aleje definitivamente el fantasma de la recesión de balance y la vía japonesa al estancamiento, requiere políticas activas, cohesión social y compromiso general. Para conseguirla es preciso transitar sin demora por la senda de un reformismo exigente, al que acompañe una labor tenaz de pedagogía social. Es hora de abandonar la política económica de bajo perfil adoptada hace tiempo por el Gobierno, demasiado satisfecho con las primeras señales de crecimiento, todavía precarias.
El calendario electoral de 2015 puede condicionar la acción y convertirlo en un año perdido
Algunos ejemplos son elocuentes. En la hacienda pública se ha conseguido a lo largo de la legislatura una reducción significativa del déficit presupuestario, pero se ha materializado por medio de toscos recortes del gasto y subidas indiscriminadas de impuestos. No hay rastro de la necesaria reordenación de competencias entre Administraciones públicas, ni de una reasignación de las prioridades de gasto, en favor del crecimiento y la corrección de las desigualdades extremas; es más, se vuelve a caer en errores del pasado, como la dotación generosa en los Presupuestos de 2015 de recursos para nuevos trayectos ferroviarios de alta velocidad, que no ayudarán al crecimiento ni al empleo y serán una hipoteca para la hacienda. Por su parte, en las reformas no hacendísticas, quedan flecos, que las pueden desnaturalizar. Así, la Ley de Garantía de la Unidad de Mercado sigue pendiente de múltiples negociaciones con otras Administraciones que, de no tener éxito, la dejarían en nada.
Vasto debería ser, en todo caso, el programa de trabajo del Gobierno antes de dar por agotada la legislatura, aunque el poblado calendario electoral de 2015 puede condicionar estrechamente la acción, y convertirlo en un año perdido. Lo más inquietante sería que el debate económico estuviese dominado por pulsiones populistas. Algunos síntomas son poco tranquilizadores, como la actitud del principal partido de la oposición en torno a la propuesta de derogar la reforma constitucional de 2011, impulsada en su día por él mismo; parece un retroceso al atajo equivocado de 2008- 2010, que tan negativas secuelas dejó. Aún es más preocupante que puedan resultar asumibles para muchos ciudadanos las propuestas, entre la trivialidad y el irrealismo, de alguna ascendente formación política.
Ha sido la falta de discurso del Gobierno la causa de que el debate público haya rodado hasta desembocar en tópicos populistas. Al igual que ocurre con la cuestión del secesionismo, hay una clamorosa ausencia gubernamental en la creación de opinión sobre la política económica necesaria. La sociedad española no merece que se le hurte la entidad de los problemas planteados por complejos que puedan ser. Es buen gobierno y pedagogía social, y no triunfalismo, lo que necesita un país que soporta todavía más de un 23% de desempleo.
Para quedarse, el crecimiento plantea muy serias exigencias. Está por ver si se satisfacen.
José María Serrano Sanz y José Luis García Delgado, catedráticos de Economía, en representación del Círculo Cívico de Opinión, del que son socios fundadores.
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