Los últimos castristas residen en Venezuela
Queda en evidencia un país títere tras el pragmático acuerdo entre EE UU y Cuba
A la luz de los recientes acuerdos entre EE UU y Cuba, que como mínima concesión aseguran la reanudación de relaciones diplomáticas, analistas de todo orden se han dedicado a considerar las consecuencias directas o indirectas de tamaña movida geopolítica. En ese ejercicio si se quiere vertiginoso ha salido a relucir inevitablemente el nombre de Venezuela, en parte por su hermandad de estos últimos años con Cuba, en parte por su circunstancia petrolera y en parte por su deslave republicano, que ha convertido a una nación democráticamente precoz en un contramodelo que ningún país vecino quiere imitar. En la mayoría de los casos, los analistas parecen discernir consecuencias nefastas para Venezuela, pero lo que más asombra es que bajo cualquier argumentación al país se le vea siempre como objeto de algo y nunca como sujeto de nada. Según esta premisa dominante, Venezuela no goza de autonomía ni de perfil ni de relieve. Es sencillamente una pieza danzante que en el tablero internacional siempre otros mueven, incluida Cuba. La frase con la que algún articulista ha querido describir la situación es la de país títere. Quizás ello explique por qué un conocedor como Antonio Navalón llegue a afirmar que, ante la nueva confraternidad del Norte, sólo Cuba puede garantizar “el final del chavismo sin sangre”.
Vale la pena preguntarse qué podrían pensar las autoridades venezolanas sobre el mote de país títere, o qué dirían las centenarias universidades públicas, o qué esgrimiría la clase intelectual. El Alto Mando Militar, por ejemplo, se reunió recientemente para pronunciarse sobre las medidas del Parlamento norteamericano contra represores oficiales, calificándolas de “desestabilizadoras”, pero no emite pronunciamiento alguno si acaso el Gobierno cubano negocia el nombre o la posición o los intereses de Venezuela en acuerdos políticos supranacionales. El chavismo se ha llenado la boca gritando a los cuatro vientos que la soberanía no se negocia, pero en el campo político Cuba parece manejar los hilos, porque en el económico ya se sabe que sólo China brinda los auxilios financieros de una economía convaleciente, cuando no Rusia, sobre todo si viene avalada por compras puntuales de armas.
Quizás para el análisis histórico, el Chavismo no pase de ser un accidente más
Venezuela, sin embargo, no es una anomia. Su historia y cultura hablan más bien de un país adelantado a su contexto histórico. En 1958, su naciente democracia era una excepción continental. Su política sanitaria, su temprana reforma agraria y, por supuesto, su progresiva legislación petrolera, por sólo nombrar tres pilares esenciales, forjaron una sociedad creciente, que prosperaba año tras año. En el campo cultural, por ejemplo, es difícil conseguir en Latinoamérica una colección de obras como la que consolidó el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, o una red de bibliotecas como la que llegó a tener Biblioteca Nacional, o un sistema de orquestas juveniles como el que se creó en 1975, bajo la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Sujetos hemos tenido, y de sobra, hasta formar un verdadero sujeto coral, que es el propio país. Un país, por cierto, que algunos analistas creen desaparecido, sepultado, sin saber que la lucha de los demócratas ha sido tenaz, titánica, pues en estos últimos 15 años no se ha tratado de convivir con adversarios políticos sino de enfrentarse a un Estado todopoderoso, a una hidra que lo ha cooptado todo, desde el sistema judicial hasta el sistema electoral, despachando a sus enemigos a la ruina, a la condena moral, a la cárcel o al cementerio.
Detrás del país títere, que es el que parece quedar en evidencia tras los anuncios del Gobierno cubano, nadie hubiera pensado que los últimos castristas residen en Venezuela y son sus propias autoridades, tan sorprendidas del anuncio como las audiencias globales. La hora del pragmatismo, por no hablar de oportunismo, ha llegado más allá de doctrinas febriles, fraternidades gritadas a voz en cuello o solidaridades automáticas. De pronto, como a quien le quitan la alfombra, preferiblemente roja, el discurso oficial se ha quedado sin archienemigos (el imperio y todas sus transmutaciones), pues ahora son los mejores amigos de los que ¿eran? sus mejores amigos. Las argumentaciones para tapar la enorme crisis nacional habrá que buscarlas ahora en los esquistos, que cualquier funcionario oficial confundirá con el nombre de un insecto.
A falta de país títere, pues eso es lo que nos lega el chavismo, quizás nos estemos acercando a la hora de las voluntades, de los sujetos, del país invisible que siempre ha estado allí, debajo de la costra chavista, construyendo una acción de relevo en los campos cívico, vecinal, académico o sencillamente no gubernamental. Las tareas son titánicas, porque se recibe un país en ruinas, pero no será la primera vez que Venezuela resurja de las cenizas. En 1830, después de 20 años de guerra encarnizada, y con la tercera parte de la población aniquilada, un médico llamado José María Vargas se convertía en el primer presidente de la República. Desde entonces, según el precepto de Rómulo Gallegos, todo ha sido civilización contra barbarie. En tiempos presentes hablaríamos más bien de modernización, que es la senda clara que se trae desde 1936, cuando muere el dictador Juan Vicente Gómez. En ese lento caminar, quizás para el análisis histórico el chavismo no pase de ser un accidente más de los muchos que hemos tenido para asumir nuestra condición de ciudadanos conscientes de que el Estado nos debe servir a nosotros y no nosotros al Estado.
Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano. Autor de La sombra inmóvil (Pretextos, 2014)
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