Otra política económica
La recuperación española y europea requiere decisiones monetarias y fiscales más expansivas
La evolución reciente de la economía española permite albergar unas dosis moderadas de optimismo sobre el afianzamiento de la incipiente recuperación en 2015. La tasa de crecimiento acabará el ejercicio en el 1,3% anual y quizá alcance el 1,4%; el empleo sigue creciendo, aunque a ritmo lento y soportado en buena medida por contratos precarios; las exportaciones no parecen afectadas, de momento, por el estancamiento europeo; y la prima de riesgo desciende a los niveles previos a la crisis. Tal mejora es coherente con la iniciativa de extender en el tiempo la ayuda de 400 euros a los parados de larga duración, como negocian activamente el Gobierno y los agentes sociales; y permite sugerir otro tipo de propuestas, como la de que se amplíe la cobertura del seguro de desempleo, que ha caído en picado durante la recesión.
Estos parámetros macroeconómicos mejorados sobre 2011 (también porque se relacionan con la fase más aguda de la recesión) coexisten con incertidumbres que en algunos casos tienden a agravarse o enquistarse. La más preocupante sin duda es el riesgo deflacionista, una tendencia que afecta a la zona euro como efecto de las políticas restrictivas practicadas desde 2010, pero que puede ser especialmente dañino en España (más de tres billones de euros en deuda total).
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No es la única amenaza. El bajo crecimiento del área euro pesará sobre el comercio exterior español y puede frenar uno de los pilares del crecimiento; la recuperación de la demanda exige que el mercado laboral recupere la contratación estable y salarios mejores; y el crecimiento de la deuda pública contrarresta el ahorro en el servicio de la deuda. España paga menos intereses, pero el volumen de deuda por el que paga es mayor.
Hay soluciones para este crecimiento con débil creación de empleo, amenazado por una inflación baja y una deuda que puede convertirse en un problema gravísimo en caso de desconfianza de los mercados. Pero requieren el esfuerzo coordinado de Bruselas, el Banco Central Europeo y los Gobiernos de todos los países del área. Una de las decisiones cruciales es flexibilizar las exigencias de déficit, para acabar con una política económica procíclica que ha agravado las consecuencias de la recesión; otra, coordinar políticas económicas expansivas en los países con mayor capacidad tractora (caso de Alemania). Una tercera sería activar plenamente las llamadas medidas no convencionales del BCE: que el Banco compre deuda soberana (una solución que ha vuelto a aplazarse hasta enero al menos) no sólo como un instrumento eficaz para corregir la amenaza deflacionista sino también como modo de financiar el Plan de Inversión de Juncker, insuficiente en diversos aspectos.
Estas son las decisiones que deben meditar (mejor con rapidez) las autoridades europeas; acompañadas, claro, de cambios en las políticas fiscales nacionales. La cuestión es si el Gobierno de la eurozona acepta que este cambio es necesario, y si está en condiciones políticas de aplicarlo.
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