Alto a los ultras
Los clubes deben cerrar la puerta a los radicales y la policía controlarles mucho más de cerca
Es imposible que las autoridades de Interior y el mundo del fútbol vuelvan la cabeza hacia otro lado después de una tragedia como la acontecida ayer en Madrid. La irracionalidad de la batalla campal en las cercanías del estadio del Atlético, en la que murió un aficionado del Deportivo, muestra los peligros que encierra una espiral de violencia: seis encapuchados invadieron horas después una peña atlética de A Coruña para llevar a cabo su particular venganza. La gasolina prende con facilidad.
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No se comprende la tranquilidad con la que las dos bandas se citaron para pelearse sin que la policía tuviera conocimiento, máxime cuando cada una de ellas contó con el apoyo de radicales de otros equipos. Es mucha movilización para que las autoridades estuvieran en la inopia. Quedan lejos los tiempos del asesinato de un aficionado de la Real Sociedad, Aitor Zabaleta, por un ultra del Atlético (1998), pero incidentes de menor gravedad se han venido sucediendo en torno al Frente Atlético, un grupo ultra. Tampoco es despreciable el historial violento de los Riazor Blues, otro colectivo ultra, protagonistas de altercados con aficiones de diferentes equipos, en uno de los cuales murió un seguidor del propio Deportivo (2003). Haberse habituado a incidentes posteriores de menor gravedad ha podido abonar la despreocupación de las autoridades.
La Federación Española de Fútbol afirma que lo sucedido nada tiene que ver con el deporte, y el presidente del Atlético de Madrid desvincula de la tragedia tanto a su club como al Deportivo. Aceptando que no existe una culpa directa, lo cierto es que el fútbol tiene que prevenir la movilización de los fanáticos. No se puede ser indiferente a la actividad de las jaurías de cada afición, partido tras partido, ni dejarles que actúen en la creencia de que los incidentes son escasos frente a los beneficios que proporciona el apoyo a la causa propia y la rebaja de la moral del adversario.
Todos los clubes tienen que cerrar las puertas a los extremistas —como ya lo han hecho el Barça y el Real Madrid—. La propia afición atlética abucheaba ayer en el campo a los ultras cuando se arrancaban con cánticos e invectivas. Al rechazo social ha de sumarse una mayor inversión en seguridad.
Hay que dar por hecho que el peso de la ley caerá sobre los protagonistas de la salvajada madrileña. Pero sería un grave error tratarlo como un hecho aislado y dejar que el extremismo campe a sus anchas, añadiendo tensiones a las varias que ya atraviesa la sociedad española. La policía tiene que ocuparse intensamente de controlar y, en su caso, poner a disposición de la justicia a todos los que inciten a la violencia o lleven a cabo sus tropelías en el espacio público. Nadie puede echar balones fuera si no quiere que los padres dejen de llevar a sus hijos a los estadios, provocando así el declive del deporte más seguido y la degradación de la seguridad ciudadana en España.
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