Tus cosas
No era un perfume: era el aroma que tienen los vestidos y las medias y las cajitas de música y los polvos de maquillaje
Leí estos versos de Stella Díaz Varín, poeta chilena: “No quiero/ que mis muertos descansen en paz/ tienen la obligación/ de estar presentes”. Después, salí a correr. Corrí por Santiago de Chile, por la hermosa Santiago en primavera, por un área llamada Las Condes donde todo parece salido de un catálogo de casas y jardines y, cuando pasé junto a una mujer mayor que llevaba un carrito para hacer las compras, quedé sumida en su perfume. No era un perfume: era el aroma que tienen los vestidos y las medias y las cajitas de música y los polvos de maquillaje –y las cajas con fotos y los rosarios de primera comunión y las imágenes de yeso de la Virgen Niña- cuando se los guarda en un ropero antiguo de madera oscura, de tres puertas, con espejo al medio, estilo Chipendale, en cuyos estantes se disponen pequeñas bolsas de tul repletas de lavanda, cerradas con un lazo de color violeta, y que se limpia cada tanto con cera para muebles marca Suiza y una franela de color naranja: el aroma de mi abuela. El aroma de su casa con vitraux y galería cubierta y pisos de pinotea que ella recorría llevando –llevándome- chocolate con leche y pan con manteca y azúcar. La hermosa casa de mi abuela ya no está, ni va a volver, y mi abuela, con sus ojos de agua, tampoco, porque está muerta. Pero yo guardo sus cosas. Su ropa -sus faldas, sus abrigos con olor a butaca de cine-, envuelta en papel azul, en cajas de cartón, con bolsitas repletas de lavanda. ¿Para qué? No sé. O sí. Para algo horrible: para decir -¿decirle?- que yo –su nieta, su atea, su blasfema atroz- tenía razón, y que después no hay nada, pero que igual lo guardé todo. Para decir -¿decirle?-: “Aquí está lo que alguna vez fue tuyo: tus cosas, yo”.
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