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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Crónica desde Burkina Faso, un país en llamas

Esta entrada ha sido escrita desde Bobo-Dioulasso (Burkina Faso) porMar Martínez (@marmartinez).

Pintada contra el depuesto presidente de Burkina Faso Blaisé Compaoré. Foto: Reuters/El País.

Qué salvajes, dije en un susurro, y recibí la inmediata aunque dulce reprimenda de alguien quien me recordó que el término continúa asociándose a los comentarios más racistas de la época colonial. Entorné los ojos y agaché ligeramente la cabeza mientras asentía reconociendo mi desatino. Di marcha atrás alejándome de la ventana, busqué el confort en la sonrisa cómplice de algún militar francés también confinado entre los muros del hotel, y con las imágenes de las masas encolerizadas aún vivas en mi mente seguí musitando para mí: son unos salvajes. Pero este no es el principio de la historia.

Nada más despuntar el alba, una mañana a comienzos de septiembre, apareció mágicamente en el aeropuerto Charles de Gaulle de París uno de los nuevos líderes de la política española. Tal vez alienada por el estado de duermevela típico de la hora, quise ver en aquello una oportunidad grandiosa para que alguna verdad suprema me fuese revelada. Sin embargo, incapaz de articular palabra, únicamente me atreví a recoger el periódico que el líder dejó abandonado poco antes de desvanecerse para siempre rumbo hacia lo desconocido. En las páginas interiores de aquel ejemplar de Le Monde se hablaba de los planes del Ministerio de Sanidad de Sierra Leona para atajar la alarmante expansión del virus del Ébola. Dado que me encontraba en tránsito hacia Burkina Faso, pues me habían encomendado la misión de asistir a la Organización de la Salud del África Occidental, leí con avidez la noticia, tratando de descubrir claves que hasta el momento se me resistían. ¿Por qué –pensaba- esta obsesión con una sola enfermedad cuando muchas otras siguen lastrando a millones de personas? (vean al respecto el acertado gráfico de Information is Beautiful). ¿Estábamos padeciendo acaso otro episodio de histeria colectiva en el que la realidad volvía a superar con creces a la ficción? Además de cerrar las fronteras, contaba la noticia que, como en el Ensayo sobre la ceguera, el Gobierno pretendía enclaustrar a la población en sus viviendas durante varios días con el fin de enviar voluntarios casa por casa para controlar los contagios hasta ponerles freno. Se advertía de que semejante medida podía desatar consecuencias catastróficas. No en vano la experiencia demostraría algunos días más tarde, con el brutal asesinato de varios trabajadores que difundían información en la vecina Guinea-Conakry, que la población afectada precisaba (y precisa) de campañas de comunicación que tuviesen muy en cuenta sus inveteradas creencias y costumbres, sin hacerles sentir el asedio del hombre blanco.

A los nueve años me pilló un carro / y a los catorce me pilló la guerra; recitaba Gloria Fuertes. Al poco de instalarme me cercioré de que en el África subsahariana no deja de ser habitual la acumulación de infortunios: el atropello, la guerra y la muerte, todos al unísono. El día en que hace poco fui asaltada por los delirios de la malaria, aquejada también de cierta frustración, decidí erigirme desde un impostado campo de batalla, mi cama, en adalid de la lucha contra la corrupción, las élites extractivas y los conspiradores internacionales. Reculé con la mejoría.

Hete aquí que en plena crisis regional a consecuencia de las más que palpables fragilidades de los sistemas de salud, la sociedad civil de Burkina Faso ha identificado como origen de todos sus males al poder político. El Presidente Blaise Compaoré había ganado en los últimos tiempos el respeto de la comunidad internacional gracias a su papel de mediador en conflictos asociados al terrorismo yihadista. En su país, por el contrario, emborrachado de poder, hacía méritos para su descrédito. Además del expolio económico, pretendía aprobar con la connivencia de la Asamblea una reforma constitucional que le permitiría a él o a su hermano François perpetuar la dinastía. El runrún del descontento llevaba meses en el aire, pero nada hacía presagiar la precipitación de los acontecimientos, y mucho menos el grado de violencia alcanzado.

Volvamos a las imágenes de partida. Durante dos días hemos espiado con cautela el caos en las calles, sucumbido a los gases lacrimógenos, visto el humo alzarse ufano, y escuchado gritos, muchos gritos, a 38 grados. Hemos sido testigos de una experiencia que puede marcar en positivo los destinos de otras naciones africanas. Compaoré finalmente ha huido escoltado por una facción militar. Al agotarse su impunidad se le podrá tal vez juzgar por varios delitos continuados desde el asesinato del Presidente Sankara en el golpe de Estado de hace 27 años. Cuidado, no obstante, con los derroteros por donde se pierde la democracia. Puesto que los procesos de formación de las ideas pueden manipularse con una facilidad pasmosa y responden a incentivos emocionales, los grupos, los círculos y los partidos políticos anulan si se lo proponen la reflexión individual, dinamitan los debates constructivos, y sacan lo peor de las masas. La transición hasta las elecciones se augura inestable, pues la revolución popular ha dejado al Teniente Coronel Zida y al General Traoré disputándose el control del gobierno provisional. La oposición se encuentra fragmentada y Compaoré aún cuenta con fieles.

La revolución ha puesto en el mapa una capital que suena a viento alisio: Uagadugú. No ha de preocuparnos lo que sí vemos, sino hacia dónde estamos mirando y qué se nos escapa. Los grupos de poder son los nichos de los mayores reduccionismos. Lamentablemente todos estamos presos en unos u otros.

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