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Columna
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Los muertos

Cada muerto adoptado, cada NN con nombre, fue una victoria de la humanidad en medio del infierno

Manuel Rivas

En un lugar de Colombia me cuentan la historia de los muertos adoptados. En esta guerra sin nombre, a la que se le conoce con el eufemismo blando de Conflicto, han muerto 220.000 personas, de las que 180.000 eran civiles, además de 25.000 desaparecidos, y casi seis millones de desplazados. Un infierno pegajoso sobre la tierra más hermosa. Colombia sigue en un vilo escéptico las conversaciones de paz de La Habana. La pizca de esperanza la ponen los muertos. Muchos de ellos tampoco tienen nombre. Son los NN. De Nomen Nescio, en latín, o nombre desconocido. Hay grandes camposantos de NN, como el cementerio Universal de Medellín. También el Magdalena, el gran río de la vida, fue profanado como un transmisor de terror, convertido, en tramos, en una mugre ambulante. Pero la inteligencia de los ríos comparte la estrategia de la memoria de los muertos. Cuando la corriente depositaba los cadáveres en la orilla, en el Magdalena medio, había quien no los veía, porque hay tiempos en que hasta es peligroso sentir piedad de los muertos, y había quien vencía el miedo y acogía a la víctima. Le daba sepultura en su tierra. Le ponía flores. Le hablaba del clima. Iba tomando confianza. Le murmuraba algún secreto. La víctima era ahora una intercesora. Por alguna razón había llegado allí, a sus brazos. Y entonces le pedía ayuda. Un favor, nomás. Y volvía con más flores. Hasta que decidía que NN debía tener un nombre. Y un apellido. No era justo seguir tratándolo como a un desconocido. Pero, ¿qué nombre? Era entonces cuando lo adoptaba. Escribía en la tumba del otro su nombre y su apellido. Eso ocurrió en varios lugares. Lo sabemos ahora. Cada muerto adoptado, cada NN con nombre, fue una victoria de la humanidad en medio del infierno.

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