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Columna
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Cementerios

Prefiero esos más pequeños que sobreviven aún en algunos pueblos ajenos a la impersonalidad del nicho y a la masificación

Julio Llamazares

Al norte de Rumania, en la frontera con la vecina Ucrania, existe un cementerio que por su originalidad se ha convertido en lugar turístico. El cementerio alegre de Sapantza, como es conocido en la zona, se ha hecho famoso por su vistosidad, que le debe a un carpintero de la aldea que allá por 1930 comenzó a decorar las cruces que le encargaban para las tumbas con escenas de la vida o de la muerte de los difuntos, que acompañaba, además, con versos de aire naïf; por ejemplo: “Maldito taxista de Cluj / que viniste aquí a atropellarme / ¡Con lo bien que yo vivía!”. El resultado es un inmenso cómic lleno de coloridas viñetas que el visitante recorre sin condolerse de los allí enterrados porque hasta le dan envidia por reposar en tan bello cementerio.

El de Novodévichi, en Moscú, no llega a tanto, pero también produce esa sensación (recorriéndolo, uno se encuentra un arsenal de recordatorios, desde cohetes Soyuz a carros de combate, desde aviones a violines o instrumental de laboratorio, dependiendo de la profesión del difunto, reproducidos en mármol sobre las tumbas), o el cementerio viejo de Praga, con sus lápidas judías inclinadas unas sobre las otras como si un extraño viento les hubiese hecho perder la verticalidad. Son sólo algunos de los cementerios que, en su peregrinar, uno ha conocido y que escapan a la vulgaridad común de la mayoría de los de su especie. Personalmente, no obstante, prefiero esos más pequeños que sobreviven aún en algunos pueblos ajenos a la impersonalidad del nicho y a la masificación de los grandes cementerios; esos corrales de muertos —como los llamó Unamuno— donde los muertos pueden descansar en paz incluso en estos días en los que la gente acude a ellos a dejar flores que se marchitarán a solas durante 12 meses.

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