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Blogs / Cultura
Del tirador a la ciudad
Coordinado por Anatxu Zabalbeascoa

Arquitectura y género en La Habana

Anatxu Zabalbeascoa

Cartel del festival Ellas crean ideado por Martha Maria Rivera. 

En un ejercicio de diplomacia cabal y esperanzadora, la Embajada de España en Cuba lleva dos años organizando las jornadas Ellas Crean con las que, además de tender un puente entre la creación española y la cubana, establece vías de comparación y comunicación, es decir, de aprendizaje. Más allá de demostrar ante un público sediento –compuesto en buena parte por estudiantes- la capacidad inventiva-ingeniosa y de supervivencia de muchas mujeres y –en última instancia- la fuerza de la cultura para derribar barreras políticas, el festival ofrece la oportunidad para mirarse en el espejo (el de la creación y el de la vida) y para cuestionar valores y prioridades asumidos a ambos lados del Atlántico.

¿Qué problema representa el machismo cuando uno cobra el equivalente a 17 euros al mes por ejercer de arquitecta? (El sueldo base es de 14) ¿Qué representa para quien no puede construir? ¿Qué para alguien que debe ajustar su trabajo a una de las categorías administrativas para terminar asimilando su puesto como “forradora de botones” por ejemplo? Las arquitectas Isabel Rigol, Gina Rey y Vilma Bartolomé son de las profesionales más afortunadas de La Habana. Profesora y directora del Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología, Rigol habló de décadas de generaciones de mujeres que han compatibilizado su trabajo con la maternidad cuando no se hablaba de conciliación. Lo hizo contraponiendo imágenes de ambos mundos: el de la arquitectura y el de la crianza. Y lo hizo remontándose hasta los años sesenta, cuando la excepcional figura de una arquitecta en España era moneda de cambio habitual entres las profesionales cubanas. Así, con décadas de adelanto en cuanto al acceso a la educación, las arquitectas cubanas padecen el mal anquilosante que congela en el tiempo toda la isla: tienen la formación, pero deben inventarse la profesión.

Vilma Bartolomé lo ha hecho. Hace unos años montó el Proyecto Espacios para construir con mano de obra local, creatividad y materiales autóctonos –en un país que carece de industria- los interiores de los nuevos hoteles y comercios, que comenzaban a brotar por La Habana Vieja. Lo que hizo Bartolomé en un país carente de talleres y recursos fue poner a trabajar a artistas como si fueran artesanos. Y transformarse a sí misma de arquitecta en empresaria en un país, de nuevo, donde la empresa es el Estado. La urbanista Gina Rey, por último, también es una profesional privilegiada que ha podido si no cobrar por lo menos sí trabajar en el ordenamiento territorial de su decadente e inspiradora ciudad. Con ese plantel, y con un pasado de un 24 % de arquitectas galardonadas con el Premio Nacional, frente al vacío de las proyectistas españolas, hizo poca falta ponerse a hablar de arquitectura para tropezar con un problema, esta vez sí global, extendido por todo el planeta que ni la revolución logró cambiar ni la barrera del embargo consiguió detener. Hablo del machismo en general y del machismo en la arquitectura en particular. El facilitador (moderador) del encuentro público entre arquitectas cubanas y españolas, el arquitecto Pedro Vázquez, tuvo una actuación que es difícil discernir si resultó más cómica o dramática.

Para comenzar aleccionó a las participantes a que acataran sus órdenes de hablar o callar cuando fueran instadas a ello, como si hiciera falta recordarlo. Ordenó después no mencionar temas relacionados con la homosexualidad o el lesbianismo –en una charla sobre arquitectura y género- y finalmente instó a las participantes a “sonreír después de cada intervención” (sic). Tras la lectura del decálogo de exigencias que llevaba escrito procedió a moderar la sesión controlando –manualmente, como si fueran maracas- los dos micrófonos de la sala de la Casa del Conde San Esteban de Cañongo de la Oficina del Historiador de la Ciudad.

Así, de pie tras las proyectistas escuchó las presentaciones individuales, en las que Vilma Bartolomé aseguró que “no es lo mismo lo público que lo estatal”. Gina Rey, tras reconocer que había adquirido conciencia de género con la tercera edad, relató cómo había organizado talleres de autoestima con la intención de cambiar la ciudad. “Hemos sido muy clandestinas”, dijo Rigol, “lo contrario era exponerse a desaparecer”. “A los operarios los hemos ido domando, la palabra es domar”, apuntó Bartolomé. En ese clima Vázquez lanzó su primera pregunta: ¿El dormitorio de un niño debe ser azul y el de una niña, rosa?

Casi ninguna proyectista se tomó la molestia de contestar. Él moderador, en cambio, sí contestó a una arquitecta del público cuando ésta le preguntó qué hacía un hombre moderando un coloquio de mujeres. Lo hizo, además, amparándose en que las mujeres sí tenían reconocimiento y recurrió, como prueba, a la estatua de Leonor Pérez, la madre de José Martí.

Incapaz, por lo visto, de distinguir entre una mujer profesional y una madre, Vázquez dio por concluida la jornada dejando la duda entre los asistentes de si estaba de broma, no sabía más o trataba de censurar un diálogo en el que las arquitectas intercambiaron vivencias para denunciar como conclusión que ninguna discusión de género debe tapar la realidad final de la arquitectura: frente lo que recogen los libros de historia y lo que se reconoce en la prensa especializada, en Cuba y en España urge corregir la gran falacia de la arquitectura como campo de autoría única. “Esta batalla no se gana separando a los hombres de las mujeres ni convirtiéndonos en sus enemigas”, espetó Rey. Se gana perdiendo el miedo. Hablando con naturalidad. Entendiendo que el género no es cuestión de colores y aprendiendo a convivir sin someter, descuidar o imponer. En Cuba y en España.

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