Lo que me quede de vida
Todos estamos en tiempo de descuento desde el instante mismo en que nacemos. De igual manera que los individuos, las sociedades se articulan en torno a tres categorías temporales: pasado-presente-futuro
El moribundo al que, en su lecho de muerte, le comunicaran la noticia de que le ha tocado el premio gordo de la Lotería Primitiva, probablemente sonreiría melancólico. Casi en el otro extremo del arco de la vida, los adolescentes suelen sentirse invadidos por una intensa alegría cuando reciben el más insignificante de los halagos. En medio, las diferentes edades componen una variada paleta de colores en cada uno de los cuales encontramos una diferente tonalidad (esto es, una manera propia de reaccionar ante cuanto de bueno nos va ocurriendo) de lo que acaso podría denominarse un color universal. Con todo, valdrá la pena no perder de vista los dos primeros ejemplos. Porque en su exageración —y en su contraste— ilustran sobre la eficaz presencia en todos nosotros de un mecanismo, de un dispositivo estructural, con el que administramos nuestras expectativas, deseos y horizontes de futuro en general.
Se equivocarían por completo, a mi juicio, quienes redujeran todas las diferencias a una dimensión meramente cuantitativa, como si los cambios que, con la edad, se van produciendo en las referidas actitudes de los individuos tan solo estuvieran en función del volumen de tiempo vital disponible por parte de cada uno. No quiero rebajar, quede claro, la importancia de ese dato. Pero la misma es más subjetiva que objetiva: desde un punto de vista material es obvio que todos estamos en tiempo de descuento desde el instante mismo en que nacemos. Intento explicar, pues, de lo que creo que se trata.
Llega un momento, de variable ubicación según las circunstancias de cada cual, en el que las personas tienden a dejar de hablar de su vida o de la vida en general como una totalidad, como un ámbito abierto, indefinido —cosa que hacían de manera paradigmática cuando, pongamos por caso, se referían a la vida que tengo por delante— para pasar a utilizar una expresión de apariencia sólo un poco diferente, pero de contenido sustancialmente distinto: lo que me quede de vida. El detonante del cambio puede ser de diversa naturaleza: un severo quebranto de salud, el traspaso de una fecha simbólica, el abandono del mundo laboral, la pérdida de un ser querido... En todo caso, lo importante no son tanto esas realidades en sí mismas (todo el mundo se jubila, a mucha gente le toca celebrar un cumpleaños con una cifra cargada socialmente de fuertes connotaciones negativas, constituyen legión aquellos a los que el cuerpo ha dado un serio aviso, no hay forma humana de evitar los duelos simbólicos o reales por las personas a las que perdemos para siempre de una u otra manera, etcétera) como la interpretación que de ellas hacemos y, en consecuencia, la forma en que nos sentimos movidos a reaccionar.
El historiador francés François Hartog ha propuesto, para referirse al ámbito general de la historia, una categoría, la de régimen de historicidad, que tal vez podría resultarnos de utilidad para lo que estamos intentando plantear aquí. Un régimen de historicidad es el modo particular en que se articulan las tres categorías temporales: pasado-presente-futuro. Es la manera de construir el tiempo que tiene cada sociedad según sea la preponderancia de una de estas categorías por encima de las otras (sería esto lo que organizaría la experiencia del tiempo). Pues bien, no resultaría demasiado aventurado afirmar, con todas las puntualizaciones y matices que hagan falta, que lo que vale para una sociedad vale también para los individuos, y que en la conciencia de estos resuena, de manera inevitable, la forma en la que la época que les ha tocado vivir tematiza la temporalidad.
Lo característico del mundo actual es su presentismo. El presente es “caníbal”, lo devora todo
A este respecto, lo característico del régimen de historicidad de las sociedades contemporáneas es su presentismo. El dominio del presente sobre el resto de categorías temporales es tan poderoso que a este presentismo actual Hartog ha resuelto denominarlo “caníbal”. En efecto, el presente ha terminado por devorarlo todo. El pasado es visto como un país exótico, de esos a los que, si se mantuviera la costumbre (no estoy al tanto), irían de viaje de novios los recién casados para asombrarse ante sus rarezas y curiosidades, pero al que en ningún caso visitarían como una realidad con la que identificarse ni, menos aún, de la que aprender. ¿Y qué decir del futuro, del que, desde que la cultura punkie lo diera por muerto (no future) no ha hecho sino acrecentar su condición de tiempo de amenazas, cuando no directamente de catástrofes, y del que, por tanto, conviene mantenerse alejado o, de ser posible, retardar al máximo su llegada?
Los efectos de la resonancia de este esquema sobre la conciencia de los individuos resultan devastadores, como tenemos sobrada ocasión de comprobar a diario. Pero tanto las evocaciones más gratas o reconfortantes como los más positivos anuncios o promesas adquieren, ineludiblemente, su correspondiente carácter sobre el trasfondo de una visión de lo pasado y de lo venidero que los activa y carga de sentido. A fin de cuentas, ¿cómo entender la satisfacción de quien cree haber llevado a cabo lo correcto sino como la adecuación de esto al plan de vida que al propio sujeto le parece deseable? Y, cuando miramos hacia adelante, ¿qué es lo que provoca que nos colme de ilusión una determinada buena noticia sino el hecho de que la consideramos como síntoma, indicio o indicador de un futuro mejor, tal vez repleto de éxitos de todo tipo o incluso rebosante de felicidad (por ahí va la reacción adolescente a la que se aludía en el arranque del artículo)?
El amor posee una capacidad de revelación: derrama luz sobre el tiempo de quien lo vive
De ahí que, entre otras razones, el amor haya acabado siendo tan disfuncional en esta época. Porque, siguiendo con la simetría temporal, por una parte, el amor impugna la obsolescencia del pasado que intenta imponer por decreto el presentismo (una de las primeras tareas a las que, casi sistemáticamente, se aplican los enamorados es a la de elaborar el relato de cuándo se conocieron, esforzándose por no considerar ese momento como una contingencia sin valor, sino como lo más parecido a un designio, cuando no a un destino). Pero, por otra, el amor se proyecta hacia el futuro con una fuerza, con una energía, desmesuradas, casi inhumanas (de hecho, la vocación de eternidad, la incapacidad del enamorado de ni tan siquiera imaginar el final de su amor, así como el consiguiente te querré siempre, resultan consustanciales a la experiencia amorosa). En ese sentido, bien podría afirmarse —no sin cierta audacia categorial, hay que admitirlo— que en último término el amor constituye un específico régimen de historicidad individual, una particular manera, alternativa al antes mencionado canibalismo del presente, de organizar los tiempos del alma humana.
Frente a esto, la abrasiva esterilidad del presentismo se hace patente en múltiples momentos. Así, por poner un ejemplo, el sexo será mero alivio —apresurado desahogo— o privilegiada oportunidad de tocar el cielo con las manos en función del marco global de sentido (o sinsentido) en el que se le inscriba (a fin de cuentas, ¿no era de esto de lo que trataba la tan denostada —acaso en exceso— Nymphomaniac, de Lars von Trier?). Pero tal vez cuando dicha esterilidad se hace, si cabe, más evidente es cuando se proyecta sobre el pasado. Recuerdo, con una sensación en el linde con la vergüenza ajena, la atrevida insolencia, la temeraria pretenciosidad con la que aquel joven filósofo comentaba hace algún tiempo el consuelo que algunas personas encuentran en la evocación de la felicidad pretérita. Refiriéndose a la balsámica frase “que me quiten lo bailao” escribía, muy suelto, el pensador en ciernes: “Infelices. Nada se le puede quitar al que nada tiene”. Infeliz quien fue capaz de escribir algo así, pienso yo ahora. El presentismo que, probablemente sin saberlo, el tal filósofo representaba se empeñaba en negar una evidencia, la de que nada consigue derrotar a la alegría por la vida vivida.
Por eso, por cierto, el que ha amado profunda e intensamente deja un rastro, imborrable, de amor tras de sí. Y esa alegría por lo sentido puede con todo (incluso con la muerte, ante la que no agacha la cabeza). Esto es lo que significa, en definitiva, que el amor posee una inmensa capacidad de revelación: que, frente a la triste inanidad y la perplejidad sin remedio de aquel que se consume en la infatigable fugacidad de su presente, el amor derrama luz y verdad sobre el entero tiempo de quien lo vive (e incluso un poco más allá).
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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