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Tribuna
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Cuenta atrás para el Estado Islámico

Con sus atrocidades, el EI ha abierto la caja de los truenos que lleva a su final

Ignacio Álvarez-Ossorio

El día D y la hora H contra el Estado Islámico (EI) se han hecho esperar, pero finalmente han llegado. Durante un año y medio, esta internacional del terror ha logrado extender sin obstáculos reseñables sus tentáculos por Siria e Irak aprovechando la progresiva descomposición de ambos países. Para ello ha contado con la connivencia de buena parte de las potencias regionales, que han tolerado, o directamente alentado, a este grupo terrorista transnacional siguiendo la lógica del enemigo de mi enemigo es mi amigo.

Para las petromonarquías árabes, que han financiado con generosidad a los grupos armados salafistas, se trataba de frenar a Irán, su bestia negra y principal aliado de Bachar el Asad. Por su parte, Turquía, que ha permitido que sus fronteras se convirtieran en un coladero de yihadistas, pretendía impedir que el Kurdistán sirio afianzara su autonomía. Siria, a su vez, permitió que el EI se instalase en su territorio confiando en que su presencia fragmentase las filas rebeldes. De esta combinación de factores surgió una tormenta perfecta cuyas principales beneficiadas fueron las huestes del EI, que llegaron a creerse su propia propaganda y anunciaron el advenimiento de un nuevo califato.

Los recientes ataques contra los bastiones yihadistas en Siria e Irak parecen indicar que este periodo de gracia ha llegado a su fin. La pregunta que flota en el aire es por qué ahora y no antes. Cuesta comprender por qué se ha tardado tanto tiempo en reaccionar y por qué se ha permitido que la situación se deteriorase hasta tal punto. Una de las pocas cosas claras entre tanta nebulosa es que el EI ha aprovechado este precioso tiempo para ganar músculo y transformarse en una amenaza global. Debe tenerse en cuenta que este grupo lleva imponiendo su ley y aterrorizando a las poblaciones locales desde hace meses mientras las potencias occidentales miraban hacia otro lado. Sus éxitos sobre el terreno de batalla han provocado un verdadero efecto llamada de combatientes curtidos en Afganistán e Irak, así como de aprendices de mártires deseosos de dar sentido a sus vidas inmolándose en el camino de Allah. La brutal persecución de las minorías confesionales parece haber despertado a la comunidad internacional de su letargo, pero ha sido la decapitación de dos de sus nacionales la que ha obligado a Estados Unidos a pasar a la acción. Queda por dilucidar si este fue un desafío intencionado por parte del EI o un mero error de cálculo, pero lo que es evidente es que ha abierto la caja de los truenos e iniciado la cuenta atrás para la erradicación del movimiento.

Hoy en día, las potencias regionales e internacionales denuncian sin ambages la brutalidad de sus métodos y su ambición sin límites. Esta sensación de amenaza compartida ha permitido el establecimiento de una amplia coalición de 40 países capitaneada por Estados Unidos que, además, cuenta con una nutrida presencia de países árabes. Si bien es cierto que la Administración de Obama es consciente de que los ataques aéreos serán incapaces de destruir por completo al EI, lo que intenta al menos es reducir al máximo su capacidad bélica. En términos pugilísticos, lo que pretende es llevarle contra las cuerdas, lo que implica, además de golpearle sin pausa, cortar sus vías de financiación, impedir la llegada de yihadistas y evitar su rearme. En definitiva: ponerlo a la defensiva. Para ello no sólo será necesaria la colaboración con los países árabes que se han sumado a la coalición, sino que también será imprescindible el concurso de los peshmergas kurdos, los rebeldes sirios y las grandes tribus de la zona, que ya tuvieron un papel destacado en la expulsión de Al Qaeda de Irak en 2007. Sólo la conjunción de los ataques aéreos y la presión terrestre puede, si no derrotar al EI, al menos reducirla a su más mínima expresión. El precio a pagar será inevitablemente alto, puesto que los yihadistas podrían dispersarse y optar por desestabilizar algunos países de la región y, en particular, Líbano y Jordania, los dos eslabones más débiles de la ecuación.

La intervención de EE UU podría ser providencial para el régimen sirio

El presidente Obama ha advertido que la guerra contra el EI será larga, entre otras cosas porque despierta más incertidumbres que certezas. Una de las principales incógnitas por despejar es a quién beneficiarán y a quién perjudicarán los ataques. Aunque parece evidente que el EI será la principal víctima, no está claro quién ocupará el vacío que deje. La coalición internacional ha anunciado que trabajará con las fuerzas rebeldes moderadas, en una clara alusión a un Ejército Sirio Libre que no ha dejado de perder posiciones ante el avance de las fuerzas yihadistas hasta convertirse en un rosario de grupos sin un liderazgo centralizado y que, para más inri, depende por entero de la ayuda saudí y catarí. Hoy por hoy parece poco factible que dichas fuerzas tengan capacidad para hacerse con el control de aquellas zonas de las que el EI sea expulsado.

Aunque Estados Unidos no esté dispuesto a reconocerlo, el principal beneficiado de estos ataques podría ser el régimen de Bachar el Asad. Junto a las posiciones del EI, la coalición internacional está golpeando al Frente Al Nusra, la franquicia local de Al Qaeda. Así las cosas, el Ejército sirio podrá deshacerse de dos de sus más importantes rivales y afianzar los avances alcanzados en los últimos meses. La intervención de Estados Unidos podría tener un carácter providencial para el régimen sirio, que, a pesar de todas las atrocidades que ha cometido, no tiene reparo en seguir presentándose como un mal menor y, sobre todo, como una barrera de contención al movimiento yihadista. En todo caso, por el momento no hay indicios de que la ofensiva contra el EI pueda ser un preámbulo para la rehabilitación internacional de El Asad, al que la mayor parte de la comunidad internacional sigue considerando como un indeseable criminal de guerra.

Aunque la tarea más urgente es evitar que siga creciendo, el combate contra el EI no sólo debería limitarse a su dimensión militar. Además de cortar sus vías de financiación, también debería ponerse un énfasis especial en impedir que las potencias regionales, y en particular Arabia Saudí e Irán, prosigan su peligrosa guerra fría, que ha creado el ambiente propicio para su avance. De un tiempo a esta parte, la instrumentalización de la religión por parte de sus gobernantes ha llegado hasta extremos intolerables convirtiéndose en una pantalla de distracción para despistar a sus poblaciones de los graves problemas de índole política, económica y social que padecen. Esta arriesgada apuesta ha sumido al conjunto de la región en una incontrolable espiral de violencia. Quizás haya llegado el momento de ponerle fin.

Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Alicante.

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