Políticos, melones y fiestas de guardar
Diferenciar a los “buenos políticos” de los “malos políticos” es como adivinar cuál será el melón más dulce del montón. A simple vista todos parecen buenos, quizá alguno más pachucho que otro, pero todos con un denominador común: hasta que no se prueban, no hay azote o palpación que descifre el secreto que guardan en su interior.
A lo largo de la democracia de este país, hemos podido ver cómo muchos de los melones que hemos adquirido —sin mucha cata previa, todo hay que decirlo— nos han salido poco maduros y, algunos, hasta con la mano bastante larga o, lo que es lo mismo, señores de corbata legitimados por nosotros mismos a fastidiarnos el postre tras un gran banquete. Y es que ¡no aprendemos! Estamos cegados por los falsos profetas y sus cuentos chinos y esas ansias de ser un país grande y transgresor que se quedan en pequeño y hortera, sí, muy hortera.
Pese al castigo televisivo de tertulianos con carné de afiliado, nos tragamos sus patrañas y debates que apuntan a uno u otro bando sin consenso, siempre con una vehemencia que nos recuerda lo miserables que somos, y lo que cambiaría todo con un poco de sentido común y ganas de cambiar las cosas. Soy capaz de decir que, a veces, muchos de los buenos españoles —que los hay, no piensen ustedes que aquí todos somos canallas— sienten cierta vergüenza mientras en su sofá de polipiel escuchan memeces y soberanas idioteces de esos que hablan, según ellos, en nombre de muchos.— Luis Mencía Ferrer.
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