Los mil sentidos de Armand
Ser ciego es uno de los males más extendidos de África. De nacimiento lo es Armand Koffi Aka Hoy trabaja como profesor en una escuela para invidentes en Toumodi, en Costa de Marfil y reivindica el valor de la independencia
Armand Koffi Aka (Abengourou, Costa de Marfil, 1977) se sienta a horcajadas sobre un banco de madera con un enorme tablero de damas sobre las rodillas. Con los dedos, finos y sensibles, delimita los bordes, palpa el relieve de la casillas labradas en madera, las orillas de las piezas propias y ajenas. El trabajo de los dedos de Armand no se detiene ahí: estudian la posición de las piezas del contrario y la memorizan, mueven las suyas y retiran las contrarias cuando las va eliminando, cuentan y recuentan, siguen memorizando, tramando estrategias. Su contrincante se cruza de brazos, se rasca la frente, profiere amenazas a media voz, manosea sus piezas cuadradas de color marrón. Las de Armand son más oscuras y circulares.
Hay más parejas de contendientes, con los tableros compartidos entre los muslos y rodeados por corros de curiosos. Los jugadores aprovechan la sombra de un muro o de un árbol desmesurado, cuyas raíces roturan y levantan la tierra, irregular y fértil, del patio de la Casa de la Juventud de Toumodi. Toumodi es una tranquila ciudad a poco más de media hora en coche de Yamusukro, la capital política de Costa de Marfil, que dormita a la vera de la autopista del Norte que baja hacia Abiyán. Es una zona agrícola, maderera y amable a la que Armand llegó en 2008. Allí tiene su casa, amplia y cómoda, en un barrio de las afueras y allí trabaja, dando clases en la escuela para invidentes de la localidad, hermana “menor” de la escuela para invidentes de Yopougon, en Abiyán, la joya de la corona de este tipo de educación en el país. En sus ratos libres, Armand gusta de jugar al fútbol, montar en bicicleta, ir a la playa y encadenar partidas de damas. Tiene una hija cerca de Abiyán y ha viajado por todo su país con motivo de su trabajo. También ha visitado Togo como parte de una delegación de deportistas invidentes que participaban en una competición regional. Es este un dato quizás sin importancia y que a estas alturas debería ser obvio: Armand es ciego. De nacimiento.
“Desde que era pequeñito, quería ser como los demás", explica, seguro de sí mismo y fluido, al finalizar sus partidas de damas y mientras desmenuza su ración de bolicro (carne de cabrito) con los dedos, en un maquis a la orilla de la carretera. "Nunca pedía ayuda a nadie. Mis padres estaban un poco desanimados porque no podía ver. Es normal, tenían sus sueños y sus esperanzas para nosotros. Sufrí una operación en los ojos siendo niño y, a partir de ahí, perdí totalmente la visión. Tengo dos hermanas menores y un hermano mayor. Cuando aprendieron a montar en bicicleta, yo les seguía y cogía la bicicleta también. Conocía el barrio a mi manera, con el oído, con el olfato. Desarrollas una especie de capacidad para desplazarte solo y poder orientarte, saber dónde estás, si hay obstáculos o gente a tu alrededor. No utilizo el bastón. Nunca. En el colegio aprendí la escritura braille pero todo lo demás que sé lo aprendí solo”.
Armand procede de Yamusukro, donde sigue parte de su familia. Allí está su madre, una mujer de mirada risueña que se cubre con un inmenso velo de encaje blanco y porta casi permanentemente un pequeño ramillete de flores artificiales entre las manos. Abandonó el hogar de Armand cuando él tenía apenas nueve años para fundar un pequeño asentamiento denominado Jerusalén, que gira en torno a una sencilla capilla de ladrillo donde se celebran servicios religiosos y ella predica. Armand aprovecha sus visitas a Yamusukro para encargarse de parte de la percusión en sus largas misas de domingo, metido al fondo de un cuarto pequeño en el que los fieles cantan y bailan la alegría del amor de Dios. Alguien sujeta dos enormes tambores entre sus piernas y él los golpea con destreza, las gafas de sol caladas y el rosario que ciñe su cuello siguiendo el ritmo sincopado de sus movimientos. Llega solo y sin anunciarse, a no ser por algún sms intempestivo que envía cuando ya está en la prácticamente en la puerta.
Buscando socios
La escuela donde trabaja Armand depende del Ministerio de Educación Nacional de Costa de Marfil a efectos académicos, pero de Mujer y Asuntos Sociales para su financiación. Su construcción ha contado con la colaboración de la ONUCI, la misión de la ONU en Costa de Marfil, y de la ONG Handicap Internacional. También ha cooperado con ellos el Programa Mundial de Alimentos, que trabaja en comedores escolares en el norte y oeste del país, afectado por la desnutrición infantil. Con un presupuesto muy limitado (siete millones de francos CFA para un curso, poco más de 10.500 euros) la escuela de invidentes de Toumodi atiende a 40 alumnos. Apenas llega a cubrir las necesidades de libros y material, pagar la factura de la electricidad y alimentarles con arroz durante el curso escolar.
La escuela se divide en una serie de barracones sin apenas ventilación, las clases están habilitadas con toscos muebles de madera y las rodea un patio por donde campan libremente gatos y gallinas. Traspasada una puerta en el muro que la rodea, se llega a una ladera donde se acumula la basura entre los tocones de papayos y la maleza. Es también parte de la escuela, que espera fondos para una rehabilitación de sus aulas que las conviertan en espacios más amables para los alumnos y una ampliación de las instalaciones.
“Aquí hay muchas personas con problemas de visión -explica Armand pausadamente- Muchas enfermedades de la vista y no muchos medios para atender a las personas que las sufren. Por eso se abrió este centro en Toumodi. Tampoco existe una sensibilización para el resto de la población frente a los problemas a los que se enfrentan los invidentes. Mucha gente no es consciente de las dificultades de la vida diaria aquí para alguien con la movilidad reducida por la falta de visión o cualquier otro problema de salud”.
Las horas se escurren entre los dedos mientras explica todos los adelantos que envidia y desea en la escuela de Yopougon, a la que aspiran a parecerse en Toumodi: las pautas, los libros en braille, todas las facilidades para favorecer el aprendizaje de los alumnos, la atención del ministerio, el presupuesto. El cielo se incendia sobre la ciudad, los murciélagos se lanzan a crear coreografías deslavazadas contra el ocaso.
Junto a Armand han tomado asiento dos colegas también invidentes con los que comparte su ración de carne de cabrito y unas cervezas. Uno es supervisor en la escuela donde trabaja y el otro juega al fútbol con él. Explican orgullosamente que su equipo es uno de los dos, con Brasil, que participa en competiciones internacionales con contacto físico y que incluso disputan partidos con equipos locales a los que interceptan y golean sin complejos. “Llegan a quejarse de que no es cierto que no veamos”, y se ríen.
Armand no se cansa de pelear por su escuela, de rastrear posibles partenariados e inversores que quieran contribuir a su causa. Demuestra, como en todo, una voluntad férrea y jamás se considera una víctima de sus circunstancias. Observador, lleno de iniciativa y con una gran capacidad para retener la información y manejarla de la manera más conveniente para avanzar y hacer avanzar a otros, valora su independencia sobre todas las cosas e intenta animar a otros invidentes a ser tan independientes como él.
“En Yamusukro las calles son más largas y los coches están más alejados de la gente, el relieve de la carretera está más degradado, el aire es más seco y polvoriento frente a la congestión de tráfico y la humedad de la laguna de Abiyán -precisa, terminándose su ración de arroz con los dedos- Reconozco los sonidos, los olores, cosas en las que las personas que ven no se fijan. Intento memorizarlo todo y siento que he podido desarrollar otras capacidades y otros sentidos a causa de mi ceguera. Puedo circular sin problemas en mi bicicleta por sitios que conozco, lo único que no puedo hacer es conducir. Pero vivo solo, viajo, trabajo sin depender de nadie ¿Para qué se necesitan los ojos? Incluso para elegir a una mujer, para enamorarse, no hace falta verla. Lo más importante está en el interior y no es visible para el ojo humano”.
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