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Dónde están hoy los personajes de 'Born in the USA'

El nieto de 'My hometown', el 'pitcher' de 'Glory days'... En el 30 aniversario del disco de Bruce Springsteen, exploramos las vidas ficticias de sus legendarios protagonistas

Miquel Echarri

El pasado 5 de junio se cumplían tres décadas de la edición del álbum esencial de Bruce Springsteen. Tal vez no el mejor, pero sí el que le hizo inmensamente rico y le transformó en icono universal del rock enérgico y masculino, el John Rambo de la guitarra, sin por ello alejarle apenas de su esencia de cronista y poeta de la clase obrera. Un álbum que, en su esencia, era una galería de personajes que protagonizaban diminutas épicas americanas: del veterano de Vietnam a la estrella deportiva del instituto, pasando por la madre coraje recién divorciada, el amigo que se echó a perder en una noche de locura a mil kilómetros de casa o la novia que se dio a la fuga sin mirar atrás. Un ramillete de frágiles criaturas tan integradas ya en la mitología del rock que hemos querido pasar revista a sus vidas 30 años después.

El nieto de ‘My hometown’

Tres generaciones de hombres de una misma familia, padre, hijo y nieto, caben en los veinte versos de esta canción crepuscular. En la primera estrofa, el padre conduce su viejo Buick por las calles de Freehold, Nueva Jersey, con su hijo de ocho años en el regazo. “Este es tu pueblo”, le dice mientras recorren juntos un enjambre de calles sin el menor encanto y que pronto padecerán los disturbios raciales de mediados de los 60 y la reconversión industrial de los primeros 80. Años después, ya en la cuarta estrofa, se repetirá la escena, con el hijo del patriarca al volante de otro automóvil fabricado en Detroit y su propio hijo, el nieto, sentado en el asiento del copiloto. La misma frase: “Hijo, este es tu pueblo”. Una frase que cae esta vez en saco roto. Porque el nieto (y esto forma parte de una quinta estrofa que Bruce nunca llegó a escribir) no comparte la resignada falta de horizontes de su padre y su abuelo. No está dispuesto a hacer concesiones ni a echar raíces. Ha nacido para correr.

Ya en el nuevo milenio, ha pagado la hipoteca de la casa de sus padres, pero solo acude a visitarlos por Acción de Gracias, Navidad y algún que otro cumpleaños. No ha formado una familia, no se le conocen novias, ya ni siquiera se habla del tema. Detesta el heartland rock (las canciones de Tom Petty, de John Cougar Mellencamp, del propio Bruce…) melancólico y depresivo que entusiasmaba a su padre, no está afiliado a ningún sindicato y, aunque muy rara vez habla de política, lo más probable es que no vote demócrata. Un tarde, ya en los primeros días de la Gran Recesión, con el país de nuevo hecho unos zorros, hijo y nieto, consumido por la artritis el primero, hastiado y contando las horas para volver a Los Ángeles el segundo, están bebiendo cerveza y asando carne en la barbacoa del jardín familiar. Tras un largo silencio, el hijo que hoy es padre huérfano y que tal vez ya nunca será abuelo vuelve a la carga con un punto de tristeza, sin la menor convicción: “Hijo, no entiendo por qué no te vienes a vivir a Freehold. Después de todo, este es tu pueblo”.

El 'pitcher' de 'Glory days'

“Tuve un amigo que era el mejor jugador de béisbol de mi instituto / tenía una bola rápida capaz de dejar en ridículo a cualquiera”. A diferencia de lo que ocurre con el resto de historias que hemos recopilado, en esta no hay ni un ápice de ficción. El pitcher de la primera estrofa de Glory days sí que existe, es algo más que el producto de una mente acostumbrada a transformar la propia experiencia para urdir a partir de ella complejas mitologías rock. El pitcher existe y se llama Joe DePugh. Es un señor de Stowe, Vermont, que acaba de cumplir 65 años, que lleva más de 40 trabajando como contratista de obras y que hasta hace muy poco aún jugaba a béisbol en una liga local de veteranos. Dicen los que jugaban con él que siempre conservó su bola rápida.

Joe, el de la mano mágica, el de los grandes sueños de juventud asociados al deporte, fue uno de los grandes amigos de infancia de Bruce. Crecieron en el mismo barrio, coincidieron durante años en las aulas de la escuela parroquial católica de St. Rose of Lima y en el instituto de Freehold. Joe solía merendar en casa de Bruce y se llevaba estupendamente con su familia. Desde los 11 años, jugaron juntos en las ligas escolares de béisbol. Joe, ya lo hemos dicho, era un pitcher superlativo. Bruce, un catcher calamitoso. Tan nefasto, en realidad, que sus compañeros de equipo, con Joe a la cabeza, solían llamarle Saddie (Tristón), porque en la darwinista jerarquía deportiva del instituto los niños se dividían en cuatro categorías: buenos, regulares, malos y tristes. Bruce era de los muy tristes, de los capaces de incurrir en el peor de los bochornos, y Joe aún se acuerda, casi cinco décadas después, de las múltiples derrotas encajadas por su culpa.

El caso es que, seis años después de que acabase el instituto, en 1973, los dos viejos amigos se encontraron por casualidad en un bar de la zona marítima de Jersey y decidieron tomarse una copa juntos para ponerse al día. Por entonces, Saddie iba camino de convertirse en el Boss. Con un punto de candidez, le contó a su colega que acababa de editar su segundo álbum y ya había sido telonero de los Beach Boys. Incluso para un tipo tan sencillo y tan poco jactancioso como él resultaba evidente que estaba dejando de ser patético. Joe, en cambio, había afrontado un rosario de contrariedades en los últimos años: tuvo que hacerse cargo de sus hermanos menores tras la muerte de sus padres, había sido rechazado por Los Angeles Dodgers en el que sería su último intento de convertirse en profesional del béisbol y estaba a punto de mudarse a Vermont.

En Glory days, Bruce dedica a ese encuentro un par de frases preñadas de nostalgia y que sin duda pretendían ser cercanas y empáticas, pero que a Joe, que escucharía la canción por la radio pocos meses después de que se editase el álbum, debieron sonarle despiadadas: “Nos tomamos un par de copas juntos / pero lo único de lo que él quería hablar / es de unos días de gloria / que, en fin, ya quedaron atrás”.

 La novia fugitiva de ‘Downbound train’

Apenas sabemos nada de ella. Ni su nombre, ni su edad ni las razones por las que decidió dejar a su novio, Joe.

Solo sabemos que le dio puerta con nocturnidad y alevosía: el chico dormía plácidamente tras una dura jornada talando árboles en el bosque cuando ella se subió a un tren de la Central Line (una línea interestatal, por cierto, que quebró en 1976, convirtiéndose en metáfora de la inexorable decadencia de Nueva Jersey, pero que en los años de infancia y juventud de Bruce, nacido en 1949, aún unía su estado natal con Pensilvania).

El caso es que mientras la novia fugitiva se dirigía al norte (hacia arriba, ¿hacia dónde si no?), la vida de Joe empezó a ir cuesta abajo. En Downbound train, le encontramos inmerso en una espiral depresiva, soñando aún en un más que improbable matrimonio con la mujer que le dejó atrás como quien suelta un pesado lastre. Le vemos regodearse en su dolor y su sentimiento de pérdida, cambiar de trabajo hasta tres veces en los apenas cuatro minutos que dura la canción. Pero los que hemos seguido a Bruce en los últimos 30 años sabemos de sobra que Joe sobrevivirá. Que no es un nihilista ni un suicida. Que encontrará la manera de seguir traicionando a conciencia sus sueños de infancia y juventud, de decepcionarse a sí mismo, fiel a su condición de antihéroe melancólico.

Nos interesa mucho más la mujer que se va. Porque en ella intuimos la misma energía que sin duda tiene la madre recién divorciada de Glory days o la sed de vida y aventura de Wendy, Mary, Rosalita y tantas otras chicas Springsteen de canciones pretéritas.

La novia a la fuga, a la que tal vez podríamos llamar Julia, por llamarla de alguna manera, encontrará trabajo en Pittsburgh, completará sus estudios, ahorrará, volará a Europa, tendrá novios, amigos y amantes, aprenderá idiomas. Puede que incluso le dé tiempo de embarcarse en una aventura delirante como recorrer Asia Central en motocicleta. Será por fin la mujer sin fronteras y plenamente emancipada que no fueron su madre, su abuela ni sus hermanas mayores. Y luego, por fin, escribirá un libro parcialmente autobiográfico que el novio al que dejó atrás hace ya tantos años leerá con avidez, solo para comprobar que ella le ha reducido a lo que probablemente siempre fue: la nota a pie de página de uno de los capítulos iniciales. En el corazón de Born in the USA, uno de los discos más representativos del rock macho de mediados de los 80, vemos emerger (se insinúa al menos) a un poderoso arquetipo femenino. Una mujer demasiado grande para que ningún Joe la abarque por completo.

Wayne y el veterano de Vietnam

Wayne vive en los surcos de Darlington county, otra de las canciones falsamente optimistas del álbum. Asistimos a su descenso a los infiernos, un viaje de más de mil kilómetros, de Nueva York al Profundo Sur, para acabar esposado al capó del vehículo de un agente de la policía estatal. Con antecedentes penales, sin oficio ni beneficio y con una peligrosa querencia por la noche y el alcohol, el Wayne de hace 30 años tenía muy mal pronóstico. Corría serio riesgo de acabar integrado en la galería de asesinos, cirróticos y perdedores crónicos de Nebraska, el más fúnebre de los discos del Boss. Tal vez, en un cruel giro del destino, el neoyorquino Wayne conseguirá trabajos esporádicos en la Gran Manzana gracias a las conexiones sindicales de su tío para morir, 20 años después de su primer arresto, en el ataque del 11 de septiembre de 2001 al World Trade Center, un edificio mencionado en la canción como símbolo de esa Nueva York pujante y rotunda que ya nunca volverá.

El veterano sin nombre, enrolado a la fuerza en el ejército, enviado al otro extremo del mundo para combatir al “hombre amarillo” en aquel sombrío delirio geopolítico que fue la guerra de Vietnam, se enfrentaba en junio de 1984 a la perspectiva de décadas de subempleo crónico, como un Rambo de pacotilla, incapaz incluso de encontrar trabajo en la refinería local en que muchos de sus familiares habían echado a perder los mejores años de sus vidas. Le imaginamos buscándose la vida en Nueva York, casado con una camarera negra (los de su barrio se resisten a llamarla afroamericana, ellos no entienden de eufemismos ni corrección política), trabajando en el tren de lavado de su suegro, bebiendo mucho alcohol, maldiciendo su suerte. Años después, su hijo mayor, por seguir su ejemplo y salir del barrio, se enrolará también en uno de los escuadrones de la muerte del Tío Sam y acabará combatiendo en Afganistán. El ciclo se cierra. Como dijo en su día Laura Veirs, la discípula feminista del Boss, la clase obrera norteamericana sigue siendo carne de cañón para las guerra coloniales del imperio.

Bobby Jean

En cuanto a Bobby Jean, otro amigo que se quedó en la cuneta de la vida, escuchó sin duda por la radio en verano de 1984 (como todo el mundo sabe, Born in the USA fue omnipresente en las ondas durante varios meses) la canción que se llama como él y que Bruce insistió en dedicarle, tributo a una década de amistad. Lo que nunca sabremos son las razones que le impulsaron a liarse el petate y dejar atrás Freehold sin despedirse de nadie, sin dejar una triste dirección, un número de teléfono que nos permita seguirle la pista 30 años después y comprobar qué tal le ha tratado la vida.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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