Conversación entre dos republicanos
Un buen republicano debe de ser, antes que nada, un buen demócrata
Me cuenta un viejo amigo republicano que con esto de la abdicación del Rey le está costando dios y ayuda explicar a sus amigos, también republicanos, por qué él, aun estando a favor de que un día el actual “Reino de España” pase a denominarse oficialmente “República de España”, está en contra de la convocatoria de un referéndum para decidir tal cuestión. Y me dice que son razones puramente democráticas las que le llevan a pensar así.Según él, la cuestión quedó ya resuelta en 1978, cuando se aprobó la Constitución, y en ella se incluyó un precepto, el artículo 1.3, que literalmente dispone: “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, además de otras muchas disposiciones, la mayoría recogidas en el Título II, dedicado precisamente a regular la Corona.
Nos guste más o menos, España es una Monarquía parlamentaria en la que el Rey ostenta la Jefatura del Estado, aunque su poder real es, en términos competenciales, muy escaso, dado que sus actos han de estar refrendados por el presidente del Gobierno o los ministros competentes. Siendo esto cierto, también es verdad que, dada su condición neutral, el Rey, al encontrarse, como sería siempre lo deseable, al margen de la lucha política y del avatar electoral, puede cumplir una función importante de estabilidad en tiempos turbulentos y de moderación entre posturas ideológicas muy enconadas de las distintas fuerzas políticas.
Aun siendo todo eso así, mi viejo amigo, sin embargo, sostiene que las razones para ser republicano siguen siendo, desde el punto de vista democrático, muy superiores. Es más, en su opinión, democracia y Monarquía son dos conceptos de difícil casamiento en una misma frase, salvo que aceptemos el juego de la sugerente figura literaria del oxímoron. Así, una Monarquía democrática formaría parte de la misma familia literaria que, por ejemplo, la eternidad de un momento fugaz.
Ser demócrata consiste en aceptar las reglas del juego que nos hemos dado entre todos
La legitimidad de origen que le es consustancial al principio democrático, esto es, el hecho mismo de que los representantes públicos sean elegidos por los representados (el pueblo en su faceta de cuerpo electoral), difícilmente se puede predicar de la Monarquía, pues el rey de turno no es elegido en cada caso por el pueblo, sino que accede al trono siguiendo las reglas sucesorias que, un día, el propio pueblo, en su calidad de poder constituyente, decidió. Y en esas andamos.
Esto de la legitimidad democrática tiene mucha importancia, según mi amigo. Hay quienes con buenos argumentos han dicho ya que la misma lo puede ser de origen (los gobernados eligen a sus gobernantes) o de ejercicio (el gobernante no elegido lo hace tan bien que por eso mismo se legitima ante los gobernados), pero mi amigo sostiene que a él eso no le convence, pues, en democracia, la auténtica legitimidad lo es siempre de origen, ya que solo eso se corresponde con la idea de que el pueblo es el titular de todo el poder público, sin perjuicio de que confiera su ejercicio temporalmente a unos o a otros representantes, cosa esta que, lógicamente, no podría hacer con quien no ha sido elegido y sus sucesores. De ahí que sea republicano.
Le digo, entonces, que si la República es la forma de Estado propia de la democracia, lo que habría que hacer es poner fin cuanto antes a la Monarquía para ser plenamente demócratas. Y él me responde que sí, pero que la condición para alcanzar ese objetivo, si queremos hacerlo democráticamente, pasa por respetar lo que la Constitución dispone, pues, por razones que no viene al caso ahora explicar, nuestro constituyente decidió en 1978 que nuestra forma de Estado fuera la Monarquía parlamentaria (como, por cierto, decidieron, en su momento, el constituyente sueco o el holandés, por poner solo dos ejemplos de Estados perfectamente democráticos en los que el jefe de Estado es también el rey).
Claro, le replico yo, pero precisamente eso es lo que quieren quienes piden ahora un referéndum, que se haga efectivo un precepto de la Constitución, en concreto, el que dispone que “las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos” (artículo 92.1 CE). Pero mi amigo me dice que, en su opinión, eso no es posible y, menos aún, deseable. Un tanto perplejo, le pido que se explique.
Me dice que no es posible porque el referéndum al que se refiere el artículo 92.1 CE no está pensado para este tipo de cuestiones, al encontrarse estas expresamente resueltas en la Constitución. Ya sabes, me recuerda, que nuestra Constitución dispone que España es una Monarquía parlamentaria, etcétera, de modo que, si queremos que deje de serlo para convertirse en una República, lo que hay que hacer es modificar la Constitución por el cauce previsto en la misma, el del artículo 168, por muy dificultoso que sea. Y es que, continúa, es un sinsentido someter a referéndum, por muy consultivo que se diga que es, una cuestión que no se puede resolver a través de ese referéndum, sino única y exclusivamente llevando a cabo la referida reforma de la Constitución, en cuyo estadio final, por cierto, se incluye la necesidad de celebrar un referéndum, este sí, explícitamente, caracterizado de vinculante.
Al Rey, al encontrarse, al margen de la lucha política, puede cumplir una función de estabilidad en tiempos turbulentos
Ser demócrata, apostilla, consiste, antes que nada, en aceptar las reglas del juego que nos hemos dado entre todos, más aún cuando esas son del máximo rango, el constitucional. La aprobación en un momento histórico determinado de la Constitución solo fue posible porque una amplia mayoría del pueblo español (y sus representantes) fue capaz de ponerse de acuerdo sobre el contenido de la misma. Eso implicó renuncias a posiciones maximalistas por parte de todos, a fin de lograr el ayer tan admirado “consenso” que hoy, imprudentemente, muchos parecen denostar. Gobernar un país, me dice, es algo muy complejo, sobre todo cuando existen posiciones diferentes sobre cuestiones trascendentales. Esconderse tras un eslogan (“Viva la República” versus “Viva la Monarquía”), siendo perfectamente “legítimo” para un ciudadano de a pie, es, sin embargo, lo peor que puede hacer un Gobierno (o un partido de Gobierno) que aspira a serlo de todos, republicanos y monárquicos, pues su posicionamiento radical puede provocar una fractura social de consecuencias impredecibles.
Si nos encontrásemos en un momento absolutamente crítico de nuestra historia, continúa mi amigo, en el que el orden establecido se viese ya desbordado por los cuatro costados, quizá no quedaría más remedio que forzar su superación, incluso por vías que el mismo no prevé. Pero ese momento no es el actual, por más grave que este sea, que lo es. Los problemas que nos aquejan (crisis económica brutal; desempleo insoportable; elevada corrupción, que ha provocado una crisis de la confianza ciudadana en el sistema político e institucional; desafío independentista catalán; etcétera), aun siendo muy serios, están localizados, y se les puede hacer frente.
Y concluye: entre esos problemas se encuentra, no se puede ignorar, el desprestigio que ha experimentado en los últimos años la Monarquía, lo que sitúa a esta institución en un momento de debilidad que quiere ser aprovechado, lógicamente, por muchos partidarios de la proclamación de la III República. A nadie le puede extrañar, me dice. Ahora bien, una cosa es ir preparando el camino para que ese cambio de forma de Estado llegue a producirse de forma no traumática, y otra muy distinta, forzar la llegada de ese momento ignorando lo que la Constitución dispone. Porque eso podrá ser muy republicano, pero es también muy antidemocrático, y un buen republicano debe de ser, antes que nada, un buen demócrata.
Tras pensarlo un momento, estoy completamente convencido de lo que mi viejo amigo me ha contado.
Antonio Arroyo Gil. Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid. Miembro de Líneas Rojas
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