Homs como síntoma
La caída de la ciudad rebelde apuntala al déspota sirio frente a la pasividad occidental
La reconquista de Homs, tercera ciudad del país, por las tropas de Bachar el Asad ha reforzado la confianza del déspota sirio. El aplastamiento de la resistencia en la que fue capital de la revolución, evacuada recientemente por las fuerzas rebeldes tras dos años de asedio y bombardeos, se suma a otros éxitos gubernamentales —en los alrededores de Damasco y el centro y el oeste del país— que han aliviado la presión militar sobre un régimen seguro ahora de su supervivencia. Su expresión más surrealista es la decisión de El Asad de presentarse a la reelección presidencial en junio. Es un cargo que el rey de reyes,como rezan algunos carteles que empapelan Damasco, revalidará sin duda sobre la parte que controla de un país devastado.
Que El Asad y los suyos consideren desaparecido el riesgo inminente de desplome tiene fundamento. Si Occidente se ha ido desentendiendo de uno de los conflictos más trágicos de nuestros días, los aliados del presidente sirio (Rusia, Irán, la milicia libanesa Hezbolá) continúan ejerciendo como tales. Y no es previsible un vuelco salvo cambio radical de alguno de los elementos clave de la ecuación siria. A corto plazo, la victoria militar de los divididos y enfrentados rebeldes es tan impensable como un acuerdo negociado por la vía diplomática.
El hombre que ha convertido una protesta pacífica contra su dictadura en una brutal guerra civil ha sido rehabilitado por las potencias democráticas hasta la condición de socio, tras aceptar desprenderse del arsenal químico que ha venido utilizando contra su pueblo a cambio de evitar el ataque con misiles anunciado por Obama, un fiasco de su política exterior. La negativa occidental a armar a la oposición ha hecho el resto. En Siria, convertida en un rompecabezas de zonas controladas por el régimen o sus oponentes, se ha instalado una suerte de inestable punto muerto que podría tardar años en sustanciarse.
Editoriales anteriores
El Asad puede considerarse hoy más seguro, pero persisten todos los argumentos que hacen de él un personaje inaceptable. El déspota sirio, responsable directo del desastre, heredero de una dictadura dinástica e instigador de crímenes de guerra y contra la humanidad sin cuento, no está en condiciones de apaciguar un país que ha destruido. Por encima de todo, esos crímenes hacen imposible para las potencias democráticas tratarle como interlocutor político sin renegar previamente de todos aquellos valores que pregonan como irrenunciables.
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