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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un serio envite

Manuel Valls arriesga y gana la aprobación parlamentaria del plan de austeridad en Francia

El recién estrenado primer ministro francés, el socialista Manuel Valls, arriesgó cargo y carrera con su programa de austeridad suave, pero duramente mantenido. Equiparó su votación en la Asamblea con una cuestión de confianza, que ganó tras intenso forcejeo. Con esta operación nace un líder, capaz de discutir y negociar con las herencias, símbolos y fantasmas de su partido, y de su país. Y de afrontar retos, con la probabilidad de tener que digerir reveses.

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Lo peor del programa de estabilidad de Valls es el momento en que se produce, a pocas semanas de la cita electoral europea. Ello implica un problema añadido a la hora de explicar sus razones y abre la posibilidad de su aprovechamiento por la ultraderecha, atenta a todo resquicio para desguazar el sistema. La previsión de esta circunstancia debería haber aconsejado al jefe del Estado, François Hollande, gestionar los tiempos de otra manera: lo ha hecho con una secuencia harto discutible.

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Pero el fondo de la cuestión es menos discutible. Los Gobiernos socialistas han agotado su mecanismo preferido para afrontar la reducción del déficit fiscal, que es el aumento de impuestos. Esto les ha acarreado un alto coste: la desafección de algunas personalidades de la empresa y de la cultura. Así que apenas disponían de margen por la vía de los ingresos, por culpa de su alta presión fiscal. Les quedaba el siempre ingrato recorte de gastos. Es injusto acusar a Valls de incumplir el programa electoral, porque mantiene el aumento de inversión educativa, su principal compromiso. Aunque es cierto que el plan de austeridad contraría al menos la filosofía y la retórica keynesianas con las que fue planteado. Pero a Francia le llegó lo que a todos: la necesidad de cumplir sus propias promesas sobre el saneamiento de las finanzas públicas. En el fondo es el mismo envite que afrontan las socialdemocracias italiana y danesa, inclinadas a aligerar algunos beneficios menos imprescindibles del Estado de bienestar para salvar su sostenibilidad.

En el caso de Francia, además, jugaban otros dos factores. Uno: la realidad de que desde hace 40 años vive en el déficit público, con lo que al pensamiento unívoco de la austeridad extrema le oponía no una mayor flexibilidad, sino un extremismo inverso, el del déficit a toda costa. Dos: el hecho de que, como los demás Estados miembros de la UE, debe cumplir el Pacto de Estabilidad reformado a su favor —y de Alemania— en 2005, tras violarlo dos años antes. Habría sido caricaturesco volver a las andadas.

Francia tiene buenas razones para impulsar que la UE complete la austeridad con los estímulos al crecimiento y el empleo, pero carecería de legitimidad para persistir en esa vía si se presentase sin los deberes hechos. Francia, como Alemania, Holanda o Finlandia van más retrasados que los países del Sur en sus transformaciones estructurales. Si otros han podido, ¿por qué ellos no?

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