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Diferencias entre hermanos

Eugenia de la Torriente
Por alguna razón, las hordas de admiradoras de Zara no tienen un homólogo entre el público masculino.
Por alguna razón, las hordas de admiradoras de Zara no tienen un homólogo entre el público masculino.

Al parecer, no era la única que había decidido que la nueva tienda de Zara podía considerarse una atracción turística. Los 2.400 metros cuadrados recién inaugurados en la calle Serrano de Madrid se habían quedado pequeños para todos los que estaban deseando comprobar cómo se había protegido la arquitectura exterior del edificio años veinte mientras hacían acopio de estampados hawaianos.

Esquivando las largas colas que recorrían las primeras plantas, dedicadas a las colecciones femeninas, encontré muy acogedora la relativa paz de la sección de caballero. Era evidente que demoraba el inevitable momento de enfrentarme a la marabunta que se interponía en mi descenso hacia la calle, pero entre aquellos bruñidos estantes volvieron a aparecer una serie de preguntas que a menudo me han asaltado (de acuerdo, no en plena noche): ¿qué es lo que falla en las colecciones masculinas de Zara? ¿Por qué el gigante textil que tantas alegrías proporciona a las consumidoras femeninas no es capaz de traducir su fórmula con la misma efectividad al armario de los hombres?

Algo no funciona. Y es la misma alquimia difícil de explicar que a veces sucede entre hermanos muy parecidos, pero completamente distintos: en uno la suma de facciones resulta armónica y en el otro, por desgracia, no. En este caso, la planta de caballero es el hermano feo, a pesar de tener el mismo color de ojos y de pelo, la misma educación y hasta los mismos hoyuelos. Ahí están todos los trucos que hacen que las prendas desaparezcan como caramelos a la puerta del colegio en las plantas inferiores: las inspiraciones de pasarela, los precios imbatibles… Pero, ¿qué hombre quiere una corbata blanca con topos dorados? ¿Por qué aquí resultan tan toscos y chirriantes los estampados que abajo vuelan? La ecuación falla en alguna parte. Algo hay distinto entre las tachuelas de ese zapato brogue y las de aquella sandalia de mujer. Algo que consigue que el primero parezca ridículo y la segunda, una ganga. El problema se mantiene en los dos extremos de la colección. Alcanza a los acabados presuntamente lujosos, como ribetes de cuero o camisetas de seda, y consigue que los básicos que ofrecen sus rivales –sobre todo, Uniqlo o Gap– resulten mucho más sólidos, deseables y convincentes.

Seguro que los responsables de Inditex podrían esgrimir cifras que demuestren que su negocio de caballero en Zara hace una porción respetable de esos 16.724 millones de euros en ventas que el grupo registró en 2013. Pero lo que nadie puede negar es que el grado de fascinación y excitación que logra la colección masculina no resulta comparable al que la mayor empresa textil del mundo consigue con sus ejercicios para mujer e, incluso, en los de casa y niño. Lo que no está claro es si el problema reside en el producto que ofrece Zara o en la distinta mentalidad de los hombres al comprar. Obviamente, es posible que la resistencia masculina a los devaneos de las tendencias les haga insensibles a los cantos de sirena de una chaqueta bomber floreada. O que su testaruda fidelidad a ciertos patrones les convierta en especialmente puntillosos con la calidad de los materiales y la importancia de los detalles. Al perderse en fantasías, la colección de Zara dilapida la oportunidad de satisfacer el apetito más elemental de los caballeros al vestir. Pero lo verdaderamente extraño es que una explicación tan fácil haya escapado al certero olfato de Amancio Ortega y sus huestes.

Mientras desciendo de nuevo a la jungla de mujeres que trajinan vestidos con grafitis inspirados en Brassaï a manos llenas, sigo sin encontrar razón alguna que justifique esa corbata blanca con topos dorados.

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