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El triunfo de la ciudad sin fin

Urbanizar no es civilizar. No se puede llamar ciudad a una aglomeración urbana. Buena parte de las megalópolis del mundo no son tales polis sino territorios urbanizados en los que se hacina una población en busca de oportunidades

Anatxu Zabalbeascoa

Urbanizar no es civilizar. Urbanizar no implica civilizar. No se puede llamar ciudad a una aglomeración urbana. Por eso buena parte de las megalópolis del mundo –las grandes urbes que, con frecuencia, se han desarrollado en pocas décadas, cuya población no deja de aumentar y cuya extensión no deja de crecer– no son tales polis sino territorios urbanizados en los que se hacina una población que busca su oportunidad para dejar de sobrevivir y empezar a vivir.

Así, en las periferias de ciudades como Shanghai o Guangzhou, en China, Sao Paulo, en Brasil, Bombay en India, Manila en Filipinas, Seúl en Corea del Sur o el D.F. en México, la máxima Lefebvreriana que asegura que cada sociedad produce su propio espacio no ha perdido vigencia, aunque hayan pasado cuatro décadas desde que el filósofo y sociólogo francés la incluyera en su monumental testamento, La producción del espacio recientemente traducida, por primera vez al castellano, por Emilio Martínez Gutiérrez para Capitán Swing.

La urbanización de la sociedad sigue en marcha. Y a la escasez programada de los centros urbanos y a la expulsión de los habitantes de esos centros con el aumento de los precios de los alquileres, han seguido los desplazamientos de una población que ha hecho estallar las periferias rompiendo los límites de las urbes y convirtiendo muchas de las grandes ciudades actuales en territorios sin fin.

La situación es peliaguda, porque es la idea de progreso la que atrae a las grandes migraciones y es ese supuesto progreso el que desata la urbanización. Sin embargo, ya conocemos cómo, entre otras abyecciones, es el exceso de construcción y su falta de planificación lo que termina por ahogar la vida en muchos lugares y las economías de tantos inmigrantes cuando logran superar la subsistencia.

La subsistencia es, efectivamente, el primer paso. Y es el que genera que más de mil millones de personas vivan en la realidad paralela de las ciudades informales, los slums o hacinamientos urbanos que conviven, ya con más costumbre que vergüenza, con buena parte de las megaciudades del mundo.

Aunque Asia concentra el mayor crecimiento urbano del planeta, esos enormes asentamientos hacen difícil averiguar cual es, realmente, la ciudad más poblada del mundo. El recuento no coincide entre las instituciones que manejan estadísticas y la realidad cambiante y opaca en los extrarradios de las ciudades. La vida en esa periferia está al margen de la burocracia, al margen de los sistemas de bienestar, al margen de la planificación urbana y, sin embargo, metida de lleno en el desarrollo del futuro de las ciudades. Lo que suceda en 2050, cuando el 70% de la población de la tierra viva en zonas urbanas, dependerá de lo que hoy hagamos con el crecimiento desordenado que supone la otra globalización, la de la ciudad informal: esa masa de chabolas y barracas capaz de homogeneizar cualquier lugar del mundo y, con ello, acercar las vidas de sus habitantes.

Es evidente que si las ciudades no fueran un territorio para las oportunidades el chorreo de inmigrantes que llega hasta ellas cesaría. Pero también lo es que se ha hecho muy poco por mantener a la gente en el campo. Las razones no son precisamente altruistas. En muchos países, es en las ciudades donde los habitantes se convierten en consumidores y así, para buena parte de quienes llegan hasta allí, las urbes dejan de ser escenario de oportunidad para convertirse en terreno de desigualdad y deshumanización.

No son pocos los que consideran que, en poco más de un lustro, en China, veremos cómo será el futuro. Para 2020 se espera que haya concluido la gran migración interna que llevará a más de mil millones de personas (dos tercios de su población) a vivir en las nuevas ciudades que llevan algo más de dos décadas construyendo. Hace apenas 30 años Guangzhou era un pueblo de pescadores y hoy, con más de 15 millones de habitantes, habla de la transformación promovida por el gobierno chino. Ese cambio tan radical contiene, entre muchos riesgos, algunas apuestas lógicas: a la descentralización de un país en torno a una única gran urbe –como sucede en Francia o en Reino Unido- en China suman la descentralización interna dentro de las propias nuevas megalópolis: allí no es uno sino muchos los barrios que organizan la trama y la nueva vida urbana.

El arquitecto indio Charles Correa declaró a este periódico que el mayor problema de las ciudades es: “Que el poder político emplee suelo urbano para financiarse”. Y ese asunto, aunque evidentemente no es privativo de las grandes megalópolis, es el que permite pasar de urbanismo a civismo, pues es el mundo urbano de las calles y el espacio público compartido el que convierte las urbanizaciones en ciudades. Así, ¿cómo hacer las ciudades a la velocidad que llega la gente?

Las megalópolis sin límites son insostenibles: requieren recursos energéticos desmesurados y exigen del ciudadano una hipoteca vital para pagarse no ya la vivienda en propiedad sino el transporte para llegar al lugar de trabajo. Además de dejarlo sin dinero, las horas empleadas en atascos en el transporte público dejan a buena parte de la población sin dinero y sin tiempo para vivir, es decir, con poco sentido. Eso es un gran peligro para las personas, pero también para el mundo.

La gran ciudad no ofrece una pobreza humana y, sin embargo, más de 1.000 millones de personas viven en suburbios y otros tantos en el chabolismo menos visible de los pisos patera. La ciudad con varios centros (los barrios) es vista como una alternativa a la periferia sin límites. Como en China, también en India conviven centros urbanos de similar importancia. Allí Delhi y Mumbai crecen a la par, de la misma manera que Shanghai es la ciudad más poblada, Hong Kong pugna por la capitalidad económica mientras Guangzhou y Tianjin son las economías que más se desarrollan en China. Al mismo tiempo, según el proyecto Urban Age de la London School of Economics, otras capitales asiáticas, como Bangkok, decrecen.

Frente a la ciudad sin límites, que funciona como un imán para la gente, vivimos también la era de las grandes ciudades menguantes. Seis de las 16 ciudades estadounidenses mayores de hace medio siglo (Búfalo, Cleveland, Detroit, Nueva Orleans, Pittsburg y St. Louis) han perdido más de la mitad de su población. En Europa Barcelona, Nápoles o Riga pierden habitantes. Eso sí, casi todas ganan turistas.

Henri Lefebvre escribió que es imposible inmovilizar lo urbano. Pero advirtió también sobre la pasividad de los ciudadanos, convertidos en consumidores. Justo donde el profesor de economía de Harvard Edward Glaeser cree que ver el motor de las ciudades en el siglo XXI –“van a ser los trabajadores, en su faceta de consumidores los que harán crecer las ciudades”–, el filósofo francés advertía, antes de morir en 1991, sobre del peligro de pasar de la pasividad (ante el espectáculo) a la participación ciudadana (como espectáculo).

En las megalópolis conviven el primero, el segundo y el tercer mundo. Así, la ciudad solo puede ser un terreno dialogante, y por lo tanto, conflictivo. Si las megaciudades son el lugar de lo posible deberán serlo también de lo imprevisible: el mejor escenario para la vida, no para el letargo. ¿Cómo hacerlo cuando el viejo modelo caduca y el nuevo todavía resulta imprevisible? Puede que sea de esa imprevisión de la que convenga tomar nota, de la imposibilidad de hacer coincidir la ciudad proyectada con la real. Todo invita a pensar que las ciudades del siglo XXI serán más una reacción que una planificación.

Consulta aquí el programa del séptimo Foro Urbano Mundial que tiene lugar en Medellín, Colombia.

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