¿Y si consumimos sólo Made in Spain?

Me he planteado la pregunta a menudo desde que vivo en Francia. Y es que nuestros vecinos apuestan por el “made in France” sin rubor alguno e incluso diría que con orgullo patrio. La banderita tricolor aparece en todo tipo de productos, desde la fruta y la verdura - bien sûr- hasta el sillín de las bicicletas pasando por las cajas de cereales y los juguetes de madera. Estos no sólo proceden de madera certificada sino también son “fabriqués en France”. La bandera republicana es tan omnipresente que cuando no la veo estampada en el packaging su ausencia me resulta casi “sospechosa”.
La cuestión ha pasado de ser un puro divagar en mi cabeza a un debate en el espacio público por obra y gracia de un joven periodista francés que ha vivido todo un año consumiendo tan sólo productos “made in France”. Benjamin Carle, que así se llama el héroe galo, quería comprobar si era posible asumir el reto con su salario de 1.800 € netos al mes, descubrir qué queda en pie de la industria francesa, y también observar qué consecuencias tendría en su vida y en su consumo. La historia de este año “100% a la francesa” se explica en un reportaje que emitió el Canal + francés el miércoles pasado por la noche.
Más allá del reto personal y del revuelo mediático me resulta interesante ahondar en los cambios que se han producido, como efecto secundario, en sus hábitos de consumo. Optar por “lo local” tendrá siempre un impacto positivo en nuestra huella ecológica. En una entrevista publicada en L'Express el periodista explica que el modo de vida francés tiene algo de “écolo” (ecológico), ni que sea porque comió alimentos locales y porque aparcó el coche -en sentido físico y figurado- una larga temporada. No es que no haya industria automovilística francesa. La hay y poderosa. Pero los coches asequibles no son los autóctonos. Confiesa el periodista que este estilo de vida aporta además una gratificación para el consumidor, algo menos medible y más intangible: “Saber que cuando consumes contribuyes al empleo de obreros que trabajan en condiciones respetables. Al menos estás seguro de no pagar un producto procedente de una fábrica que corre el riesgo de venirse abajo, como sucedió el año pasado en Bangladesh.”
Consumir 100% francés supuso también tener que invertir más dinero -algunos productos son más caros- y más tiempo. Durante este año Carle sustituyó el coche por una mobylette, lo que hizo aumentar considerablemente el tiempo en los trayectos. Al comprar alimentos locales, del “terruño”, tuvo que invertir más tiempo también en cocinar. Su móvil francés murió antes de que concluyera el período, y tuvo que “sobrevivir” todos esos meses sin televisor y sin frigorífico. Descubrió que sólo una empresa francesa fabrica cepillos de dientes, cuyas cerdas reproducen los colores de la bandera, claro está. Vivir “a la francesa” le obligó por último a vestir todo el año de marinerito, a rayas blancas y azules, puesto que es la única producción textil en el Hexágono. Y la gente le paraba por la calle para pedirle la marca de su ropa, porque se salía de lo ordinario. En su periplo a la búsqueda de “lo francés” descubrió con sorpresa que comer en McDonalds es mucho más “francés” que hacerlo en la brasería de la esquina, puesto que el gigante de las hamburguesas garantiza el origen francés de sus patatas y de su carne.
Benjamin Carle cuenta en el inicio de su documental que la idea le vino durante la campaña presidencial francesa del 2012 porque oía por todas partes la tonadilla del “patriotismo económico”, del “proteccionismo” y del “made in France”, como si el mensaje a retener fuera que “un buen ciudadano francés es el que consume productos franceses”. En un momento del reportaje Carle dialoga con Arnaud Montebourg, el que fuera candidato a las primarias presidenciales del partido socialista en 2011, quien le aconseja “consumir francés porque no se puede vivir en un país que no produce. Si no ese país acaba en manos de los que sí producen, acaba esclavo de los chinos.” Según Carle el consumidor y las empresas francesas están dispuestas a “apostar por lo local” pero el Estado no parece en realidad seguir por los mismos derroteros. Carle revela en el documental que, por ejemplo, el Ministerio de Educación francés ha encargado su nueva intranet a una empresa francesa instalada en Casablanca, que es territorio francófono pero no francés.
Me pregunto qué pasaría si en España nos pusiéramos a consumir exclusivamente productos españoles. Está claro que el impacto ecológico y económico interno sería considerable. ¿Pero es el “patriotismo económico” el único criterio, o el más importante, a la hora de decidir nuestro consumo? Y sobre todo, ¿tiene sentido en un mundo -y una economía- globalizado? ¿Y aún más: qué es una empresa española? ¿La que exhibe la bandera, la que tiene accionistas españoles, pero quizá con residencia fiscal en el extranjero y que en vez de tributar en casa desvían sus ingresos a un paraíso fiscal?
Creo que como consumidores deberíamos tener el máximo de información posible sobre los productos que consumimos -y esa es la auténtica batalla- para poder tomar decisiones razonadas y razonables. El origen del producto es importante pero no es el único criterio y para mí tampoco es el decisorio. ¿Dónde quedarían, por ejemplo, todos los productores de países pobres que dependen de la exportación para sacar adelante a su familia? ¿No sería más interesante -y más inteligente- apostar por los “buenos” productos, es decir, los producidos con criterios de calidad, en condiciones laborales y sociales óptimas y que tienen el menor impacto medioambiental posible, vengan de donde vengan? Apoyar en masa como consumidores las “buenas prácticas” enviaría un mensaje muy claro al sector empresarial de hacia dónde hay que ir en el futuro. Más que banderas hay que pedir valores.
Fotografía de apertura: “Made in Spain” de Duncan C, vía Flick / Creative Commons
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