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Nosotras, diosas y esclavas
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los saris de Millet

Las plantas del cacahuete forman una trama verde en los campos rojos de Anantapur. Hileras de mujeres cultivan una belleza con­vulsa. En este momento, toda la atención cósmica se concentra ahí. La composición de los colores de sus saris

Manuel Rivas
Bordado de Saris en el centro de Gandlapenta, en la ciudad india de Anantapur.
Bordado de Saris en el centro de Gandlapenta, en la ciudad india de Anantapur.Ángel López Soto

Por no tener, no tenemos ni monzón.

Anantapur tiene algo de llano en llamas. Es el se­gundo distrito más seco de la India. El índice pluvio­métrico se aproxima peligrosamente a un trago por metro cuadrado: un cuarto de litro al año. En verano hay días de tanto calor que te acuerdas de los habi­tantes de Comala que en el infierno pasaban frío y volvían a casa por una cobija. Las montañas tam­bién tienen carácter. Las cimas no son en pico, sino en forma de crestas negras o de dentaduras de pie­dras blanquísimas. El distrito tiene una extensión de 19.130 kilómetros cuadrados, donde viven más de cuatro millones de personas. La capital, del mismo nombre, ronda el medio millón de habitantes. Perte­nece a Andhra Pradesh, el quinto en extensión de los veintiocho estados de la república federal democráti­ca de la India, y que se acerca a una población de ochenta millones de habitantes. En la India vive la sexta parte de la población mundial. La densidad demográfica es de 335 habitantes por kilómetro cuadrado; 93, en España.

La gente del distrito de Anantapur se gana la vida mayoritariamente con la agricultura. Hace unos años se identificaba como el "lugar remoto" o la "tierra olvidada". En una India en vertiginosa mutación, y donde los "números negativos" y los "números positi­vos" se aproximan al infinito, orbitan y chocan, Anan­tapur cargaba con una premonición de desahucio. En medio siglo, sería un desierto.

Hay un proverbio en telugu, el idioma oficial, que dice: "Si la tierra da suerte, un pie es suficiente". Tra­dicionalmente, el paisaje agrario de Anantapur era el de los campos de cacahuetes. Ha habido un gran cambio, con la expansión de cultivos y frutales más rentables, como el mango. También la ganadería se ha extendido, gracias sobre todo al sistema de micro­créditos. Otros distritos de Andhra Pradesh son más arroceros. Pero en Anantapur, más seco, sigue habien­do grandes extensiones de plantas de cacahuetes. Es lo que ahora miro fascinado por una rendija abierta en­tre la geopolítica y el cambio climático. En mi infan­cia, en el puerto atlántico, comíamos mucho maní. Lo descascábamos y rumiábamos con placer compulsivo las tardes dominicales. Llegaban en sacos en las bode­gas de los barcos, pero no sabíamos de dónde. Me gusta imaginar ahora que vendrán de la India. Las plantas del cacahuete forman una trama verde en los campos rojos de Anantapur. Hileras de mujeres, en un avance laborioso, inclinadas con sachos que prolon­gan sus brazos para escardar, cultivan una belleza con­vulsa. En este momento, toda la atención cósmica se concentra ahí. La composición de los colores de los saris. La historia de los colores. Pigmentos milena­rios, pigmentos pop-art. Si hay treinta y dos vientos, ahí hay treinta y dos colores. Verdes, azules, lilas, violetas, rojos, azafranes, naranjas, oros. Simetría en los movimientos. Una voluntad de estilo popular, una acción performativa sobre la tierra. Trabajan. No es decoración. Allí están, ayudando a Millet, pintándo­las, Chagall, Vermeer, Ravi Varma, Frida Kahlo, Paul Klee, Artemisia, Mark Rothko, Van Gogh, Chagall otra vez. Va mi propia sombra y dice:

—¡No son más que campesinas trabajando, estú­pido!

—Las dos cosas son reales. Son diosas y mujeres pobres. Trabajan y están creando algo que antes no existía. Eres una sombra un poco resentida.

—¿Algo nuevo? La cosecha de cacahuetes, si no la mata la sequía. Toda la vida llevan oyendo eso. Que son diosas y madres. Trabajan para todos. Para los dioses, para los hombres, para los hijos. Si sobra algo, se lo comen. Cuando enviuden, serán invisibles. A mu­chas las dejarán tiradas.

—Lo que dices es verdad. Pero espera un poco, sombra. ¿Hizo mal Millet en pintar Las espigadoras? Hay voces que me apremian. Tenemos poco tiempo.

Mejor así. Millet se pondría de rodillas, que es lo que hay que hacer ante su cuadro de las espigadoras, al que dio vida, una segunda vida, la cineasta Agnès Varda. Ese filme que se adentra en lo invisible, en la profundidad habitada de la pobreza contemporánea, para dar vida al pueblo espigador de nuestro tiempo, esa elegancia en el expurgar de los vertederos frente a la vulgaridad del despilfarro del capitalismo impaciente.

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