El retorno de los románticos
La identidad colectiva como sujeto político, la emoción como argumento y el hipermoralismo como solución a los males del mundo anuncian que el romanticismo se ha instalado en la propaganda de los partidos
La mejor filosofía por unidad de tiempo y superficie se hizo a principios del siglo pasado en Viena. Eso sí, la vida verdadera iba por otro lado. Las tesis doctorales ignoraban a Mach, Boltzmann, Einstein o Brentano y seguían entretenidas con Kant, Schopenhauer y Herbart. El preciso dato, recordado por Friedrich Stadler en su monumental obra El círculo de Viena, es una invitación a desconfiar de cualquier apelación al Zeitgeist,al espíritu de la época, al menos mientras los económetras no desembarquen con buenas maneras en la historia de las ideas.
El recordatorio es una venda antes de la herida a cuenta de lo que quiero llamar la atención: el retorno del romanticismo a la política. Aunque resultaría exagerado sostener que las tesis románticas señorean la discusión política, sí que creo que se puede reconocer su rebrote en la propaganda. Mala cosa, porque las naturales discrepancias en las concepciones del mundo se agravan cuando se abordan con las herramientas de la sinrazón. Tres mitos son de mucha circulación: las identidades colectivas como sujetos políticos, las emociones como argumentos y el hipermoralismo como solución a los males del mundo. Las tres coinciden en dibujar, y hasta entronizar, una idea de ser humano que entretuvo a muchos clásicos del romanticismo: saturado de historia, entregado a los sentimientos y bueno hasta el tuétano.
Justo es reconocer que los materiales aparecen ahora remozados con algunos resultados científicos. Sin ir más lejos, los que han servido para criticar a los economistas y sus teorías, supuestamente comprometidas con un personaje, el homo oeconomicus, despersonalizado, racional y egoísta. Un sujeto inencontrable. Por lo que sabemos, los humanos reales acumulamos biografía, estamos lejos de calcular sin tregua y nos dejamos llevar por valores y emociones. No somos homines oeconomici. Al menos a tiempo completo. En ese sentido, mientras se precise su alcance y su ámbito de validez, las apreciables críticas a los economistas resultan inobjetables.
El sentimiento no justifica nada, a no ser que demos por buenos la venganza y el linchamiento
Otra cosa es el uso de esas ideas en el vuelo rasante de la escaramuza política. Ahí el desbarajuste intelectual está fuera de toda medida. El más notorio asoma en las apelaciones a la identidad. A contramano de 200 años de teoría social, o de 10 minutos de sentido común, diversas versiones apenas aligeradas del “alma de los pueblos” asoman en la trastienda de discursos y libros que establecen relaciones improbables (incomprensión, agravios, reconocimiento, encaje, afecto) entre sujetos imposibles (Cataluña o España) a los que atribuyen rasgos psicológicos (laboriosos, dialogantes, tacaños, violentos) que perviven durante siglos. La retahíla de despropósitos daría para un curso de falacias metodológicas; la explicación de su recurrente aparición en el gremio de los historiadores, para otro.
La segunda tesis invoca las emociones como argumento. También aquí hay algunos resultados interesantes que muestran cómo las emociones ayudan a tomar decisiones y, a veces, hasta decisiones correctas. Desafortunadamente, casi todos olvidan algo fundamental, a saber, que, al final, para saber que la emoción y la intuición aciertan, para poder hablar de “decisiones correctas”, no hay otro camino que la razón, que es la que permite reconocer un resultado como correcto. Los resultados no son pocos, pero, desde luego, no dejan de ser una menudencia si se comparan con el número de libros de aeropuerto que los recrean y magnifican. Eso sí, con todos sus descuidos, el peor de los libros acaba por parecer los Principia Mathematica si se compara con una retórica política alérgica a los matices y dispuesta a apelar a las emociones como principios morales. Unos las invocan (“no nos sentimos queridos, cómodos”, “no me siento español”, o “me siento orgulloso de ser español”, que tanto da) y otros los dan por buenos (“hay que comprender sus sentimientos y no provocarlos”). Por supuesto, aquí no hay argumento alguno. Las emociones no justifican nada, a no ser que estemos dispuestos a dar por buenos los linchamientos, las venganzas o los “crímenes pasionales”. Y, ciertamente, los sentimientos son susceptibles de ser evaluados, incluso por los psiquiatras: que yo me sienta Napoleón no obliga a los franceses a cuadrarse a mi paso.
La tercera tesis neorromántica recrea el mito del buen salvaje. Nos vendría a decir que, en el fondo, somos buena gente y que ese fondo insobornable es la vía para solucionar los problemas colectivos. En este caso los avales empíricos más comunes son llamativos comportamientos de primates que algunos entienden como prueba de saludables disposiciones morales (de justicia o equidad) y firmes experimentos (como el llamado juego del ultimátum) que muestran que, en muchos procesos de reparto, los humanos estamos lejos de ser simples egoístas. Los resultados son, por lo general, sólidos, aunque su exacta interpretación está lejos de resultar inequívoca. En todo caso, lo que es un simple desatino es tomarlos como punto de partida de esa versión del buenismo político que da en sostener que la política, al final, es un asunto de buenas intenciones y que una conveniente educación moral, que permita salir a flote la excelente pasta de los ciudadanos, basta para encarar los problemas políticos.
Las discrepancias se agravan si se abordan con las herramientas de la sinrazón
Naturalmente, las cosas resultan más complicadas. Que en muchas ocasiones no seamos egoístas ni calculadores, como muestran algunos experimentos, no quiere decir que seamos altruistas y desprendidos permanentemente. El homo oeconomicus no es un personaje de ficción. Cuando invertimos nuestros ahorros, reclamamos un aumento salarial o gastamos nuestros dineros somos bastante egoístas y calculadores. No nos olvidamos de los tipos de interés, los salarios o los precios. Sencillamente, la hipótesis del homo oeconomicus unas veces resulta verdadera y otras, no. Algo bastante común en ciencia, en donde damos como buenas o, por lo menos, aceptables las teorías en ciertas condiciones: la dinámica de Newton, verdadera en ciertos sistemas, pierde validez cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz; la mecánica clásica no se aplica para dimensiones cercanas a la constante de Planck y la teoría de la selección natural, capaz de explicar la evolución de las especies, no da cuenta de la evolución del sistema solar o de las sociedades humanas, por más filigranas que algunos intenten. En el mismo sentido, podemos reconocer que la conducta egoísta, falsa en un convento, una comuna o una familia, rige en muchos ámbitos del comportamiento social, como lo confirman el funcionamiento de los mercados y la corrupción de cada día.
Lo malo de la política romántica es que sus consecuencias, por lo general, resultan poco románticas. Cuando se cree que los retos se resuelven con buena voluntad es fácil acabar atribuyendo la persistencia de los problemas a falta de voluntad o simple mala fe. Los socialistas de primera hora, convencidos de que muerto el perro se acababa la rabia, pensaron que el fin del capitalismo era el fin de los problemas: las personas, libres de contaminación, se entregarían a sus naturales vocaciones solidarias. Cuando sus economías mostraron dificultades para procesar la información, se lanzaron a buscar saboteadores y traidores. Si las cosas no funcionaban, era por falta de “voluntad revolucionaria”. A partir de ahí, lo peor.
Por supuesto, rechazar la política romántica no supone ignorar que con frecuencia las personas tienen comportamientos heroicos, se atribuyen identidades y se dejan llevar por sus sentimientos. Reconocer esa circunstancia es el punto de partida inevitable, no la solución. La fiscalidad no se resuelve con apelaciones a la buena voluntad, los sentimientos no ayudan a decidir entre leyes y las identidades, por más irreales que sean, han escrito la peor historia de la humanidad. Los dioses no existen, pero las guerras de religión son muy reales. Que tengamos una natural disposición a la superstición —que según los neurólogos, la tenemos— no nos obliga a entregarnos a ella. A nadie se le ocurre cerrar los departamentos de astronomía porque casi la mitad de los norteamericanos crean que la explicación del origen de la Tierra hay que buscarla en la Biblia. Más bien al contrario, es una razón para que proliferen.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona
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