Guitarras que enmudecen
Hubo un tiempo en que músicos y narcos parecían transitar por diferentes carreteras. Con el tiempo, todo se embarró
Hubo un tiempo en que músicos y narcos parecían transitar por diferentes carreteras. Rutas a veces paralelas, pero nítidamente diferenciadas; se podían cruzar sin que saltaran chispas. Tenemos constancia de hazañas improbables: Elijah Wald, un músico-escritor estadounidense, viajó solo a finales del siglo pasado por zonas de México con fuerte presencia del narco para recoger testimonios con destino a su libro de 2001, Narcocorrido: A journey into the music of drugs, guns and guerrillas. La suerte de los inocentes: nadie sospechó, nadie le confundió con un agente de la DEA.
Para entonces, es cierto, ya había sido asesinado uno de los mayores exponentes del narcocorrido, Chalino Sánchez, pero —no nos engañemos— se trataba de un personaje bastante kamikaze, con todos los boletos para un final prematuro.
Las reglas parecían claras. Dado que se trataba de un subgénero altamente profesionalizado, los compositores de narcocorridos sabían hasta dónde llegar. Estos autores alardeaban de realizar un periodismo cantado, pero en sus obras era frecuente detectar una nítida simpatía por aquellos delincuentes que se burlaban de unas autoridades corruptas y que traían de cabeza a los detestados gringos. Rara vez se hablaba del coste humano y social del negocio.
Con el tiempo, todo se embarró. Existían narcocorridos hechos de encargo, para glorificar a determinado jefe; de repente, tocarlos se convirtió en aventura de alto riesgo: podían ofender a un capo enemigo. Pero resultaría demagógico identificar a los intérpretes de narcocorridos como víctimas de su propio oficio: en el listado de civiles asesinados en las guerras del narco aparecen también músicos de cumbia, del género tropical, del llamado norteño, incluso de baladas románticas.
Y se mataba con ensañamiento. A finales de 2007, Zayda Peña, vocalista de Zayda y Los Culpables, sobrevivió a un atentado en Matamoros que se saldó con dos muertos; pasadas unas horas, era rematada en el hospital, justo en la frontera con Estados Unidos. Dos días después, en Michoacán era secuestrado Sergio Gómez, cantante del grupo K-Paz de la Sierra, fundado en Chicago (EE UU). Su distanciamiento del conflicto quizá contribuyó a que desoyera una “sugerencia” para que evitara tocar en la ciudad de Morelia, capital del Estado. Su cuerpo apareció con marcas de tortura, un bárbaro mensaje vaya usted a saber para quién.
Para los músicos de las grandes ciudades del norte de la República, aquello parecía una amenaza remota, un peligro reservado para esas agrupaciones que lucen uniformes y sombreros Stetson. Sin embargo, pronto se vieron afectados. Ensoberbecidos por su poder, los cárteles diversificaron su negocio y ofrecieron “protección” a los locales nocturnos. Pronto dejaron de funcionar muchos de los clubes donde se presentaba la vibrante música pop de la zona. Tratar con los mafiosos añadía un elemento de riesgo y, de cualquier forma, gran parte del público se lo pensaba mucho antes de salir de casa.
Pero estamos en México: la realidad cambia de día en día. Camilo Lara, el líder del Instituto Mexicano del Sonido (IMS), informa de que algunos Estados se van recuperando culturalmente, como Coahuila y Baja California, mientras otros (Sinaloa, Chihuahua) siguen borrados de los itinerarios musicales. Monterrey vuelve a tener vida nocturna en el barrio histórico. Y Michoacán puede estar al borde de la guerra civil, pero Morelia cuenta incluso con un impresionante festival de cine, donde acuden sin dudarlo figuras del Hollywood más creativo.
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