¿Es ahí la guerra?
'Y entonces nací yo', las memorias de Gila, no es un libro divertido, aunque haya humor en él
El humor es ese género al que cualquiera cree que puede hincarle el diente. Así lo creen los chistosos televisivos, los imitadores profesionales o esos hombres de cara marrón que se pegan con velcro a las barras de los bares; también los escritores tildados de serios están convencidos de que el humor se hace con la gorra y a veces se ponen graciosos, aunque lamento decir que la mayoría de esas veces la cagan, porque el humor es un don con el que se nace, y que brota del defecto más que del virtuosismo, del oído más que de las lecturas, de lo popular más que de lo sublime. El humorista es un ser trágico porque provoca mucha felicidad inmediata, pero luego ve desvanecerse su gloria, en cuanto se apagan las risas y sale a la intemperie. El humorista es el que se lleva la peor parte de la posteridad, porque el discurso humorístico es el más difícil de traducir a otro idioma o a otro tiempo, y suele ser flor de una vida.
En la esencia de Harpo y Gila late un deseo de mejorar el mundo a través de una visión irónica de la desgracia
Para colmo, el mejor humor español ha sido cosa de pobres o inspirado en gente humilde, por lo que, salvo que sean textos bendecidos por la literatura, el tiempo sepulta aquello que en su día hizo reír al público. Hubo un hombre en España que representó más que nadie ese humor de los desgraciados, de aquellos que comenzaron a catar la dignidad en tiempos de la República, que lucharon en la guerra por defenderla, y que luego fueron humillados por una dictadura que los sometió a una moral ultracatólica que ahogaba la expresión espontánea del sentir popular. Ese hombre fue Miguel Gila. Gila. Solía comenzar Gila uno de sus clásicos monólogos diciendo que cuando él nació su madre no estaba en casa, pero la realidad no fue exactamente así: el que no estaba en casa era su padre, que murió en un accidente meses antes de que él naciera. El niño Miguel se crio con sus abuelos en una buhardilla de la calle de Zurbano de Madrid; a los 14 años ya era mozo en un taller mecánico y a los 17 salió de ese mismo domicilio para irse a la guerra con el Quinto Regimiento.
Todo esto lo estoy leyendo en su prodigioso libro de memorias, Y entonces nací yo, donde narra con claridad, bonhomía y buena prosa la vida dura de un muchacho de clase trabajadora que gracias a su inteligencia y a una desbordante vitalidad sale adelante en los años más difíciles del siglo pasado. Yo andaba buscando estas memorias desde hacía tiempo y a punto estaba de tirar la toalla dado que este libro que vio la luz en 1995 está descatalogado y ni la editorial que lo publicó tomó la precaución de archivar el documento. Por suerte, reencontramos nuestro ejemplar, que andaba prestado, y pude sumergirme en las peripecias de este hombre genial. Me recuerda su manera de contar a la de Harpo en sus memorias: muchachos de familia pobre que se enfrentan con inusitada alegría a los golpes que la vida les asesta desde la cuna. Harpo no sufrió una guerra, ni Gila disfrutó de un Hollywood, pero en la esencia de ambos late un optimismo inquebrantable, un deseo de mejorar el mundo a través de una visión irónica de la desgracia.
Y entonces nací yo no es un libro divertido aunque haya humor en él, es una crónica detallada de la vida popular de un chiquillo en los años veinte, donde uno se adentra en un piso de pobres, y conoce el mobiliario, la comida, los horarios, los olores, los váteres comunes, la ropa remendada, los baños en barreño de los sábados, el frío, las pillerías de los golfillos de barrio, la crueldad de los adultos hacia los niños, la bondad seca de los adultos hacia los niños, los cines, el olor a churro de las verbenas, las crónicas de sucesos sangrientos que el niño lee a su abuela, y luego, la tragedia de una guerra de pobres, en la que los soldados, aun siendo de distinto bando, se hablan en la oscuridad o juegan partidos de fútbol los de un bando contra los de otro. Gila vivió eso para contarlo. En el año 1951 salió espontáneamente al escenario de un teatro. Iba vestido con su viejo uniforme de soldado, llevaba consigo un fusil de mentira e improvisó el que sería su primer monólogo:
Aquel público del 51 se levantó para aplaudir al extraño humorista que bromeaba sobre una guerra
“Le dije al comandante: ‘Que vengo por lo del anuncio del periódico, para matar y atacar a la bayoneta y lo que usted mande’. Y me dijo: ‘¿Qué tal matas?’. Dije: ‘De momento, flojito, pero cuando me entrene…’. Y me preguntó: ‘¿Traes cañón?’. Y dije: ‘No. Yo creía que la herramienta la ponían ustedes’. Y dijo: ‘Es mejor que cada uno traiga lo suyo. Así el que rompe, paga’. Dije: ‘Yo lo que traigo es una bala que le sobró a mi abuelo en la guerra de Filipinas. Está muy usada, pero lavándola un poco…’. Y dijo el capitán: ‘Y cuando se te acabe la bala, ¿qué?’. Y dije: ‘Pues voy a por ella, la traigo y disparo otra vez’. Y dijo el comandante: ‘Es mucho jaleo: no vamos a parar la guerra cada cinco minutos para que tú vayas a buscar la bala”.
Aquel público de 1951 se levantó para aplaudir al extraño humorista que bromeaba sobre una guerra de la que todos tenían heridas abiertas. Ese fue el principio. El final feliz sería que un buen editor rescatara este libro maravilloso del olvido y lo volviera a poner en manos de los lectores. Esto sí que es memoria histórica, la de un hombre que se definió a sí mismo como un soldado que se quedó en su patria para morir de pie y al que luego hicieron vivir de rodillas.
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