El combate reaccionario de Putin
Los desafíos en EEUU y Europa no son nada comparados con los de Rusia
Los recientes éxitos diplomáticos de Rusia en relación con Siria e Irán, sumados a los tropiezos en política exterior del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, pueden dar al presidente Vladímir Putin motivos para envalentonarse en su intento de posicionar a Rusia como un país capaz de desafiar la excepcionalidad estadounidense y el universalismo occidental. Pero el reciente discurso de Putin ante la Asamblea Federal de Rusia pareció más una muestra de su resentimiento por el estado marginal de Rusia en el contexto geopolítico internacional que el grito de batalla de un imperio en ascenso.
Es cierto que con Estados Unidos agotado por sus guerras infructuosas en Oriente Próximo, y Europa ensimismada en sus propias crisis, la defensa de un discurso multipolar es mucho más convincente ahora que en cualquier otro momento desde la guerra fría. Pero esto no modifica el hecho de que Rusia es una potencia en decadencia y que sus triunfos diplomáticos son logros meramente tácticos, que no cambiarán el estado de cosas estratégico del mundo.
Así como en palabras de Lenin el comunismo era “todo el poder para los sóviets más la electrificación de todo el país”, el putinismo podría definirse como armas nucleares más petróleo. En todo lo demás, la ventaja sigue siendo, claramente, de Occidente: los desafíos a los que se enfrentan Estados Unidos y Europa no son nada comparados con la decadencia demográfica de Rusia, la obsolescencia de sus fuerzas militares, la unidimensionalidad de su economía, su baja productividad y la constante agitación en el frente interno.
De hecho, el discurso de Putin estuvo repleto de referencias a las debilidades de Rusia; en concreto, las “tensiones interétnicas”, el hecho de que las autoridades de nivel local se ven “constantemente sacudidas por escándalos de corrupción”, una Administración incompetente, la huida de capitales a través de la “actividad en el extranjero” y la incapacidad de obtener “grandes avances tecnológicos”. Esto no parece, ciertamente, la descripción de una potencia dominante en un mundo globalizado. Mal que le pese a Putin, decir que Rusia es capaz de competir con Occidente es puro sentimentalismo nostálgico o retórica vacía.
Rusia está tan inerme ante las capacidades de Occidente como cuando se derrumbó la URSS
Putin cree que el acuerdo alcanzado en la Conferencia de Yalta de 1945 sigue en pie, con la única salvedad de que los límites que fijaba a la influencia del Kremlin se han desplazado hacia el este; básicamente, hasta las fronteras de la antigua Unión Soviética. Pero aunque Putin logró impedir que Georgia entrara a la OTAN, su propuesta de Comunidad Económica Euroasiática (CEE) es un pálido reflejo del Consejo de Asistencia Económica Mutua (COMECON), que incluía a todos los países del Bloque del Este y otros pocos Estados socialistas. Asimismo, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, una alianza militar euroasiática liderada por Rusia, poco se parece al viejo Pacto de Varsovia.
Además, aunque por ahora Putin y su homólogo ucraniano, Víktor Yanukóvich, lograron impedir que Ucrania firme un acuerdo de asociación con la Unión Europea, no es probable que puedan seguir poniéndole trabas mucho tiempo más. Las generosas ofertas de apoyo financiero y gas barato con que Putin engatusó a Ucrania difícilmente basten para que Kiev se una a la CEE patrocinada por Rusia, una entidad que, más que un medio de promoción del comercio, es un instrumento pensado para mantener a lo que fueron repúblicas soviéticas dentro de la esfera de influencia rusa.
Pero la amenaza más seria a la posición global de Rusia es la futura obsolescencia de su arsenal nuclear. Putin no pudo contrarrestar el desarrollo estadounidense de una capacidad de “ataque global inmediato”, que permitiría a Estados Unidos atacar con armas convencionales cualquier lugar del mundo en menos de una hora; algo que puede volver irrelevante el poder de disuasión nuclear del Kremlin. Rusia está tan inerme ante la tecnología y las capacidades de Occidente, ahora, como lo estaba la Unión Soviética cuando se derrumbó bajo la presión de la carrera armamentista con Estados Unidos.
En su discurso ante la Asamblea Federal, Putin se posicionó como un defensor de valores conservadores en oposición a la “tolerancia, neutra y estéril” (un eufemismo en referencia a los derechos de los homosexuales) y un adalid de la moral y la familia tradicionales. Tal vez Rusia ya no sea una superpotencia, pero Putin la considera una civilización moralmente superior en lucha contra la imprudencia de Estados Unidos en política exterior, sus perversas prácticas económicas y su depravación moral.
Sin embargo, las proclamas morales de Putin están sumidas en contradicciones políticamente insostenibles. En su discurso advirtió: “Hoy, muchas naciones revisan sus valores morales y sus normas éticas, y erosionan las tradiciones étnicas y las diferencias entre pueblos y culturas”. Pero Rusia es un caleidoscopio de etnias y culturas, cuyos intentos de autoafirmación fueron descalificados en ese mismo discurso de Putin como un mero accionar criminal de “mafias étnicas”.
El autoritarismo y una diplomacia desmañada no son la mejor receta para el siglo XXI
Además, los valores occidentales que Putin rechaza en nombre del nacionalismo ruso (y del antiamericanismo) son precisamente los mismos valores que muchos rusos avalan. Más que una afirmación cultural, la descripción que hace Putin de Rusia en términos eslavófilos o proeuroasiáticos refleja en realidad su deseo de forjar una alianza con China y otras economías emergentes para contrarrestar el dominio mundial de Estados Unidos.
Pero mal puede Putin esperar que China suscriba lo que pretende. Aunque China haya hecho causa común con Rusia para oponerse a la defensa occidental del principio de “intervención humanitaria” en los conflictos internos de otros países, la premisa según la cual la afinidad ideológica sirve de fundamento para la alianza militar (una premisa propia de la guerra fría) ya no funciona en la China de hoy. Esto es así, en resumidas cuentas, porque a China no le interesa revolucionar un sistema internacional que mucho la ha beneficiado.
Con toda su grandilocuencia impostada, las ambiciones de Putin no son nuevas. De hecho, Putin representa la continuidad de siglos de intentos de Rusia por lograr que se la trate como una gran potencia en un orden mundial al que ve como una lucha hobbesiana de todos contra todos. Pero el autoritarismo y una diplomacia desmañada no son la mejor receta para el éxito en el siglo XXI.
Shlomo Ben Ami, exministro israelí de Asuntos Exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor del libro Cicatrices de guerra, heridas de paz: la tragedia árabe-israelí.
Traducción: Esteban Flamini
Copyright: Project Syndicate, 2013.
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