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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Filosofía y moda

Herder, el filósofo del espíritu del pueblo.
Herder, el filósofo del espíritu del pueblo.

El invierno en Viena puede ser glacial. Abrigados y trémulos, unos veinte turistas orientales se detienen en la esquina de un parque de árboles negros y parterres escarchados, ante el monumento que representa a un hombre de mediana edad, francamente feo, sentado, en actitud más absorta que pensativa. La guía que les ha obligado a hacer un alto señala la escultura y la identifica: Goethe. El grupo espera respetuoso a que la guía complete la información. Breve pausa. Un filósofo. Ah. Unas fotos rituales y el grupo reanuda su marcha hacia la zona de tiendas, mucho más prometedora. Al contemplar la escena pienso que la filosofía casa bien con el invierno, que invita al recogimiento y la reflexión pausada, y mal con el trasiego atolondrado de las tiendas y su oferta heterogénea y cambiante. La filosofía busca la certeza y la moda es, por definición, el reino de lo transitorio. No obstante, Heráclito dejó dicho que todo fluye y nada permanece. Lo dijo hace 2.500 años y la idea perdura, como si quisiera refutarse a sí misma. Quizá ese fluir sea una forma de permanencia, o quizá lo que permanece es el asombre ante el fluir de las cosas.

Cuando yo era pequeño, la moda eran las creaciones de los grandes modistos (Coco Chanel, Pertegaz, Balenciaga), algo que mi madre y mis tías veían en las revistas ilustradas y comentaban con la resignada admiración con que se habla de algo deseado e inalcanzable, la materia de que están hechos los sueños. En aquella época, llamémosla dorada, los pases de modelos eran ceremonias reservadas a unos pocos, actos elegantes y distendidos. Las maniquís (o maniquíes) caminaban lenta y grácilmente entre candelabros y cortinajes, con una sonrisa de complicidad, conscientes de exhibir lo que el dinero y el buen gusto unidos podían construir: el lujo. Hoy en día los desfiles de moda se hacen en recintos grandes, abarrotados, y las supermodelos recorren la pasarela a toda velocidad, con el ceño fruncido, los puños apretados y una cara de malas pulgas que da miedo. En esa puesta en escena hay algo militar, cosa que, en el fondo, tiene su lógica, porque desde sus orígenes el ejército y la moda han ido de la mano: las legiones romanas, la armada napoleónica, la guardia prusiana de Federico el Grande: grandes desfiles de diseños y colores, sin olvidar las pieles, las plumas y los complementos. La única excepción a esta regla debían de ser los tercios de Flandes, que nos han dejado una imagen algo zarrapastrosa, por influencia de la novela picaresca y la pintura de sus contemporáneos.

La actitud de los filósofos es más parecida a la de las supermodelos de hoy: seria, severa, cariacontecida. Caminan absortos en pensamientos tan complejos que cualquier interrupción podría desbaratar una labor de años. De ahí que pongan cara de no molestar, de prohibido el paso, de cuidado con el perro. Pero quizá todo esto sean imaginaciones de quien ve las cosas desde fuera.

Johann Gottfried Herder era un filósofo alemán. Aunque no figura en el olimpo reservado a las grandes firmas (Kant, Hegel, Nietzsche, Schopenhauer), en su tiempo tuvo una influencia que llega hasta el nuestro. Además de filósofo era teólogo, lo que le confería una imagen doblemente formidable. En sus memorias, Goethe, que lo admiraba, dice que Herder tenía un solo pensamiento in mente, y ese pensamiento era el mundo entero. En el primer encuentro entre ambos, Goethe tenía 21 años y Herder, 26. Ya anciano, Goethe rememoraba aquel momento decisivo: Herder bajando una escalera con aire distinguido, peluca empolvada, traje negro y un abrigo también negro, largo, de seda, con los faldones recogidos y metidos en los bolsillos de los pantalones. ¿Para evitar que se ensuciasen?, ¿para no tropezar?, ¿para seguir los dictados de una moda pasajera? Goethe no lo explica y así queda fijado en la memoria este gesto, el pase de modelos de un filósofo, retratado por el agudo observador que a su vez es retratado ahora en efigie, pétreo y austero, en la inclemencia del crudo invierno centroeuropeo.

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